Entonces se presentó Tecuziztécatl y dijo:
- ¡Oh dioses, en verdad yo seré!
Los dioses preguntaron quién más. Todos los grandes señores se miraban entre sí, pero nadie se atrevía. Entonces los dioses escogieron a Nanahuatzin, que permanecía quieto y callado.
Nanahuatzin aceptó de buena gana y dijo:
- Está bien, oh dioses, me han hecho un bien.
Los dos elegidos se prepararon para el sacrificio. Hicieron cuatro días de ayuno y encendieron el fuego que llamaron roca divina.
Tecuziztécatl quiso halagar a los dioses con ofrendas de mucho valor material: plumas de quetzal, bolas de oro, espinas de jade, copa y sangre de coral. En cambio, Nanahuatzin ofreció cañas verdes en manojos de tres, bolas de ocote y espinas de maguey sangradas con su propia sangre.
Los dos elegidos quedaron en penitencia durante cuatro noches. Cada quien en su monte que después se convirtieron en pirámides. Cuando terminaron de hacer su penitencia, levantaron sus ofrendas y los prepararon para que cumplieran su oficio, se convirtieran en dioses.
Cerca de la medianoche todos los dioses se reunieron
en torno al fogón. Colocaron a los elegidos delante del fuego y hablaron a uno
de ellos:
- ¡Ten valor, oh Tecuciztécatl, arrójate en el fuego!
Sin tardanza éste quiso echarse al fogón, pero cuando lo alcanzó el ardor de las llamas tuvo miedo, retrocedió y se quedó parado. Una vez más lo intento pero no se atrevió, huyó, no tuvo valor.
Entonces los dioses dijeron:
- ¡Ahora tú, Nanahuatzin, que sea ya!
Nanahuatzin hizo fuerte su corazón, cerró los ojos para no tener miedo y de una vez se arrojó al fuego. Y cuando Tecuciztécatl vio que Nanahuatzin ya ardía, al momento también se arrojó al fuego.
Los dioses se sentaron para ver por donde habría de salir Nanahuatzin, el primero que cayó en el fogón, para que hiciera amanecer. Cuando la aurora inundó con su luz todo, los dioses no atinaban a decir por donde venía el Sol. Hasta se quedaron mirando hacia el rumbo del color rojo, hacia el oriente.
Aquellos dioses que vieron por dónde salió el sol fueron Quetzalcóatl, Ehécatl, Xipe Tótec y Tezcatlipoca Rojo. También los dioses que se llaman Mimixcoa y las cuatro diosas Tiacapan, Teicu, Tlacoiehua y Xocoitl. Cuando el Sol salió no pudo ser observado su rostro. Su luz y su calor llegaban a todas partes.
Después salió Tecuciztécatl, la Luna, que iba siguiendo al Sol. Del mismo modo como cayeron, así vinieron a salir, uno siguiendo al otro.
Uno de los dioses tomó un conejo y golpeó el rostro de Tecuciztécatl, así oscureció su rostro, como hasta ahora se ve.
Como el Sol y la Luna estaban inmóviles los dioses preguntaron:
- ¿Cómo habremos de vivir si no se mueve el Sol? ¡Que por nuestro medio se fortalezca el Sol! – dijeron los dioses.
Entonces Ehécatl quiso dar muerte a los dioses para que el Sol tuviera movimiento. Pero Xólotl no quería morir, tenía miedo, lloró mucho hasta que se le hincharon los párpados y huyo ante la muerte.
Xólotl se escondió en la tierra del maíz verde y se convirtió en doble caña de maíz, la que los campesinos llaman Xólotl. Luego se fue a esconder a un campo donde se convirtió en maguey, el que se llama maguey de Xólotl. Pero como lo descubrieron, se metió en el agua y se convirtió en ajolote, en axolotl. Fue cuando lo encontraron y le dieron muerte.
Pero aunque todos los dioses se ofrecieron, el Sol no
pudo moverse. Fue necesario que Ehécatl hiciera andar el viento, sólo así pudo
mover al Sol, y la Luna quedó ahí. Cuando el Sol entro al lugar por donde se
mete, entonces la Luna también se movió. Fue cuando se separaron y cada uno
siguió su camino.
Generación 2014. La entidad donde vivo. México, Ed. Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito, p. 72 – 73.
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