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Lo llevo en la sangre

La mayor o menor expansión de los dos deportes (beisbol y futbol) no puede explicarse por ningún dato intrínseco, étnico o demográfico. No hay ningún tipo de disposición innata en los distintos pueblos latinoamericanos que haga de alguna comunidad una fanática del beisbol y de otra un semillero inagotable de talentos futbolísticos; esto contraría alguna narrativa periodística del “estilo” latinoamericano (generalmente sudamericano y originalmente “rioplatense”, en tanto esa narrativa fue inventada a medias entre Buenos Aires y Montevideo). Las razones por las que los cubanos amaron el beisbol y los uruguayos el futbol son ampliamente culturales, sociales y económicas; de ninguna manera genéticas o milagrosas. Aunque esto es puramente contrafáctico, si la República Dominicana hubiera reproducido las condiciones estructurales que configuraron el Uruguay moderno a comienzos del siglo XX, podría haber ganado el futbol en Juegos Olímpicos de 1924. Como sabemos, no fue así, y por eso, mucho después, Luis Suárez nació en Uruguay y no fue dominicano.

En ambos casos se trata de deportes adoptados por élites locales y luego difundidos “hacia abajo” y popularizados; en los dos casos, la práctica deportiva es vista como representante de los valores de modernidad, progreso y civilización, a partir de su enlace con la potencia imperial o neocolonial dominante. En ambos casos, también, aparecen los argumentos de la economía (su baratura), aunque no el de la simplicidad. Para los dos, es valedero el contraargumento propuesto por el historiador norteamericano Joshua Nadel: no se trata del mayor o menor éxito alcanzado por una comunidad en competencias internacionales, lo que impediría la popularización de cualquier práctica hasta ganar algo contra alguien; la mayor parte de nosotros, de nuestras comunidades o de nuestras naciones, pasa toda la vida sin ganar absolutamente nada. 

Justamente por esas coincidencias es que la respuesta reside en un doble juego, siempre restringido a las élites locales: la predominancia de un modelo de modernidad u otro, británico o norteamericano, en estrecha relación con la influencia de un capitalismo u otro sobre la economía del país, por un lado; por otro, con su capacidad para expandir (y controlar) la práctica deportiva hacia las clases populares por medio de la educación, con la debida colaboración de los grupos religiosos o las políticas deportivas. 

El historiador alemán Stefan Rinke enfatiza el primer aspecto: la historia del deporte en América Latina es el de la integración en el mercado mundial capitalista. Pero también el segundo: los comienzos del futbol en Latinoamérica muestran, para Rinke, por un lado, el alto nivel de entrelazamiento transnacional de esa fase temprana de la globalización. Por otro lado, afirma, “constituyen una muestra impresionante de la rápida criollización de las influencias culturales en Latinoamérica en el temprano siglo XX”. A eso habrá que sumarle el papel local de la prensa, la radio y, finalmente, la televisión.

Fuente: 
Pablo Alabarces, “Historia mínima del futbol en América Latina”, Ed. El Colegio de México & Turner, p. 40 – 42.

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