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Las tres vías

Julio Frydenberg, historiador argentino y autor de una ejemplar Historia social del fútbol argentino, afirma que hay tres vías en la fundación del futbol en ese país, que en muchos casos aparecen en el resto del subcontinente. Una de ellas es mítica, y no es sólo argentina, sino latinoamericana: la de los marineros ingleses. Barcos y marineros hay en todos los relatos, aunque no constan (casi) en ningún documento. Cuando los barcos aparecen es jugando partidos contra clubes de élites, y los marineros no se nombran; puede tratarse sólo de oficiales. Sin embargo, todas las historias nacionales, generalmente escritas por periodistas deportivos, encuentran siempre el rumor de algunos marineros que juegan al futbol en los puertos de la región (que tiene muchos) ante la atenta pero asombrada mirada de los nativos. La razón de esas historias es sencilla: el mito marinero permite sugerir (a veces, explicitar) una transferencia horizontal, “de obrero a obrero”, una explicación sencilla de la popularización vertiginosa del futbol. El problema con esta explicación es que, además de que no se basa en datos, es muy esquemáticamente populista: busca desviar la atención de la difusión “hacia abajo”, de las burguesías hacia las clases populares, y proponer una apropiación horizontal que no hay modo de probar, aunque sí de desmentir. Sencillamente, porque no hay documentación que la pruebe. Por otro lado, que la difusión haya seguido el esquema “arriba-abajo” (una perífrasis vulgar de la difusión desde las clases dominantes a las populares) no cambia el hecho de su popularización: una apropiación horizontal no hubiera modificado su sentido.

La segunda vía señalada por Frydenberg para el caso argentino se frustra, y esto también ocurre en el resto del subcontinente: son los clubes de la colectividad británica, los inventos de la familia Hogg en Buenos Aires. Aunque el inicio aparece claramente ligado a estas instituciones, que se transforman en ejemplo y modelo para los clubes criollos, el devenir del futbol y su proceso de popularización termina dejándolas de lado. Los clubes de la colonia británica abandonarán el futbol progresivamente, hasta olvidarlo por completo: la popularización terminó siendo irritante, plebeyizadora, violatoria de los principios del fair play que esos clubes defendían. Cuando el deporte se vuelve demasiado “indígena”, los británicos deciden olvidarlo: se refugian, en muchos casos en Argentina, en el rugby, al que defenderán como amateur hasta el siglo XXI, como forma de resguardar un “principismo”, a esa altura, decididamente anacrónico. En otros países latinoamericanos será el cricket, nuevamente, o el polo o el golf. Sin embargo, esa frustración no alcanza a la sucesión del modelo: los que los nativos van a fundar, vertiginosamente, son clubes y asociaciones atléticas, aunque en muchos casos se limitaron (originalmente) a sólo jugar futbol. Lo que se frustra es el club inglés, no el club nativo, que compite exitosamente y termina apropiándose de la práctica. En muchos casos, el énfasis nacionalista es explícito: el Club Nacional de Fútbol en Montevideo; el Club Argentino de Quilmes, en 1899, cercano a Buenos Aires, fundado para competir con el Quilmes Athletic Club (uno de los pocos clubes originalmente británicos que ha perseverado en la práctica futbolística hasta el presente). 

Frydenberg califica la tercera vía como “heroica”: son las escuelas de la colectividad británica. Esta heroicidad no resulta de alguna condición épica, sino de su éxito: en el caso argentino, termina determinando la creación de una liga local. Esto no es una fórmula latinoamericana, aunque el peso de lo escolar en la difusión del futbol en la región fue muy importante. En varios casos, los determinantes son las empresas y fábricas, en otros son los clubes. En Argentina son las escuelas, con el Buenos Aires English High School y el St. Andrew’s (los escoceses) a la cabeza. Alexander Watson Hutton es el que funda una liga definitiva en 1893, la más antigua del continente y octava del mundo, como Argentine Association Football League. El fenómeno convivía con un crecimiento explosivo de las escuelas estatales, públicas, para los nativos: en 1884 se había sancionado la Ley de Educación Pública (“laica, común y obligatoria”, como se le definió). Pero la escuela argentina, como recuerda Frydenberg, era radicalmente “letrada”, represiva de la práctica corporal; cuando se creó, en 1906, una escuela de educación física (el Curso Normal de Educación Física, hoy Instituto Superior de Educación Física), el modelo fue la gimnasia sueca y alemana, no el deporte británico. No en vano, su fundación es contemporánea a la del Servicio Militar Obligatorio argentino: cuando los argentinos decidieron formar a los cuerpos, pretendieron formar soldados, no deportistas. 

El gran antropólogo argentino Eduardo Archetti, fundador de los estudios históricos, sociales y culturales del deporte en América Latina, indica la existencia de un partido jugado, en 1890, entre los obreros del Ferrocarril Nordeste Argentino y los estudiantes del Colegio Nacional de Santiago del Estero, en el noroeste argentino. Archetti conocía el dato porque él mismo era nativo de Santiago del Estero. Esto nos indica tres cosas: la primera, la rápida expansión del futbol en toda la Argentina gracias a la extensión de las vías férreas: en 1890 alcanzaban los 9397 kilómetros. La segunda es la reiteración de las instituciones futboleras: las escuelas y los ferrocarriles. La tercera, más problemática, es que el futbol reproduce la invención de todo el país: hablamos de Buenos Aires cuando suponemos hablar de Argentina. Si la fundación brasileña, la colombiana o la mexicana son múltiples, en varias ciudades a la vez, no sabemos nada de las múltiples fundaciones argentinas, que también existieron en un territorio de esa magnitud. Pero la centralidad económica y política del puerto absorbió todo: la riqueza y también el futbol, aunque éste se diseminó rápidamente mediante los ferrocarriles (la riqueza, claro, no se distribuyó). Las ligas en el interior del país son antiguas, pero no tienen incumbencia en el futbol de la metrópoli. La Liga de Rosario, por ejemplo, apenas a 350 kilómetros de la capital argentina, y fundada en fecha tan antigua como 1905 (antes de la Confederación brasileña

e incluso de la Liga carioca), sólo se integró al futbol “argentino” (es decir, porteño) en 1939, años después de la profesionalización. La historia social del futbol de Frydenberg, la mejor e inigualada investigación sobre una historia del futbol nacional en el subcontinente, es fatalmente una historia del futbol del puerto de Buenos Aires. La historiografía académica del subcontinente adeuda las historias locales escritas por historiadores profesionales, deuda que sólo en los últimos años comienza tímidamente a pagarse (César Cervantes en Guanajuato, Diego Roldán en Rosario, Franco Reyna en Córdoba, Sarah Teixeira Sotomayor en Belo Horizonte, como algunos ejemplos). 

A pesar de que la Liga Argentina reiteró el nombre de la anterior, creada en 1891, no hay continuidad jurídica: la primera se había extinguido en 1892 y nadie se preocupó en resucitarla, aunque varios de los miembros de la primera participaron en la segunda. 

Los fundadores definitivos fueron St. Andrew’s, Buenos Aires English High School Athletic, Quilmes Rovers, Old Caledonians, Lomas Athletic y Flores Athletic. Dos escuelas y cuatro clubes, todos británicos, en sabio equilibrio. Como se ve, de la primera a la segunda fundación desapareció el ferrocarril: Buenos Aires and Rosario Railways no participó en esta fundación definitiva, aunque los ferrocarriles seguirían proveyendo de equipos al futbol argentino, antes y después. El Central Argentine Railway Atlhetic Club, de Rosario (hoy Rosario Central), fue fundado en 1889; Ferro Carril Oeste, de Buenos Aires, en 1904; Central Norte, de Salta, en 1921. 

Lo más divertido de la fundación de la Argentine Association Football League es que, apenas terminada el acta de fundación, Watson Hutton la envió a la Football Association británica solicitando su reconocimiento, el cual se demoró 10 años, pero en 1904 la Asociación británica reconoció a la Liga argentina como miembro. Para ese momento ya existía una Scottish Football Association, pero la fidelidad de Watson Hutton a la Corona fue más importante. No era una excepción para el país: 30 años después, en un brindis en Londres, el vicepresidente argentino Julio Roca (hijo) se jactó de que su país era la joya más preciada de la Corona británica. Después de todo, su única infidelidad había sido, en esos años, la criollización del futbol local. 

La afiliación a la Liga inglesa fue un gesto repetido por uruguayos y chilenos. A esto (entre otras cosas) se le llamó, mucho más tarde, pos o neocolonialismo. En ese momento fue apenas el gesto reverencial del expatriado, recordemos el peso que tienen las colectividades británicas locales en la fundación de esas primeras ligas. La comparación con el resto de la región nos permite ver que no es una receta única: que el peso de las élites locales fue más importante en el resto de América Latina y que la cuestión decisiva será, antes que la “dominación imperial”, la integración en el mercado mundial. Como afirma Matthew Brown, la teoría difusionista la que explica la expansión de los deportes británicos por obra de la acción imperial no suele tomar en cuenta las dinámicas locales, las distintas composiciones de las élites locales y de sus clases populares, los procesos históricos particulares: es decir, lo que hizo de Uruguay (y no de Sudáfrica) una potencia mundial futbolística en apenas 30 años.

Fuente: 
Pablo Alabarces, “Historia mínima del futbol en América Latina”, Ed. El Colegio de México & Turner, p. 52 – 57.

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