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El lujo y las virtudes de Benjamin Franklin

Mi desayuno consistió durante bastante tiempo en pan y leche (nunca té), servido en un cuenco de barro de dos peniques, con una cuchara de un penique. Nótese, no obstante, cómo el lujo puede meterse de rondón en las familias a pesar de sus principios. Cierta mañana me avisan para desayunar y me encuentro con una taza de porcelana y una cuchara de plata que mi mujer, sin consultarme, había comprado por la enorme cantidad de 23 chelines, con la única excusa de que su marido merecía comer con cuchara de plata y con un servicio de porcelana china como lo hacían todos nuestros vecinos. Esta fue la primera vez que la plata y la porcelana entraron en nuestra casa; luego siguieron haciéndolo, a medida que nuestras posibilidades aumentaban, hasta que alcanzaron en conjunto y gradualmente un valor de varios cientos de libras.

Mi educación religiosa había sido presbiteriana y aunque algunos de sus dogmas, tales como los mandamientos de Dios, el de que hay elegidos y réprobos, etc., me parecían incomprensibles y otros dudosos, y no me dejaba ver casi nunca en los cultos públicos dominicales de la secta, porque dedicaba ese día libre a leer, siempre tuve ciertos principios religiosos (...), para mí, los principios básicos de toda religión, y como se encontraban en todos los credos religiosos de nuestro país, yo los respetaba, pero no a todos lo mismo, porque me daba cuenta de que estaban mezclados con otras normas que no inspiraban, promovían o reforzaban moralidad alguna, ya que sólo servían para dividirnos y enemistarnos unos con otros (...) Como a nuestra provincia llegaba cada vez más gente y no cesaban de necesitarse y erigirse iglesias y lugares de culto por colecta, nunca me negué a contribuir con mi óbolo, sin fijarme de qué secta se trataba. 

A pesar de que rara vez asistía a cultos públicos, yo no dejaba de admitir su utilidad cuando se hacían con propiedad y nunca dejé de pagar mi contribución para sostener al único ministro presbiteriano que teníamos en Filadelfia... (pero sus servicios) me resultaban excesivamente áridos, faltos de interés y poco edificantes al no inculcar principio moral alguno, pues parecía que se orientaban más a hacernos presbiterianos que buenos ciudadanos. 

Concebí el osado proyecto de llegar a la perfección moral (...)

1º Templanza: No comer hasta sentirse torpe. No beber hasta achisparse. 

2º Silencio: Hablar sólo cuando favorezca a los demás o a uno mismo. Evitar conversaciones baladíes. 

3º Orden: Cada cosa en su sitio. Que cada parte de nuestros negocios tenga su tiempo de hacerse. 

4º Decisión (...) 

5º Frugalidad: No gastar sino lo que beneficie a los demás o a nosotros, es decir, no desperdiciar nada. 

6º Laboriosidad. 

7º Sinceridad. 

8º Justicia (...) 

12º Castidad: Usar pocas veces del sexo como no sea por razones de salud o para perpetuar la especie y nunca hasta el extremo de que produzca debilitamiento físico o mental o menoscabo de la tranquilidad o el buen nombre de uno mismo o de los demás. 

13º Humildad: Imitar a Jesucristo y a Sócrates. 

Las palabras de Franklin se pueden relacionar con el hecho de que el protestantismo evolucionó hasta convertirse en un moralismo, debilitando la importancia de las dimensiones doctrinal y litúrgica de la religión; para Franklin, lo importante de la religión es su contribución a la moral y al orden público. Franklin, por otra parte, fue miembro de la masonería. Los presbiterianos eran una de las sectas puritanas; habían predominado en Escocia, a diferencia de los congregacionalistas, que se habían extendido sobre todo por Inglaterra. 


Fuente:
Franklin, Autobiografía y otros escritos, p. 167 – 171
Jesús M. Sáez, “Historia de Estados Unidos”, p. 6 – 7.

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