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Las invasiones inglesas. Los deportes del imperio

En pocos años, los deportes codificados en la Inglaterra industrial invaden el mundo. En el caso del futbol, la difusión europea permite la creación, en 1904, de una federación internacional, en la que participan Bélgica, Dinamarca, España, Francia, Holanda, Suecia y Suiza, y que será llamada definitivamente en francés Fédération Internationale de Football Association gracias a la ausencia británica (los ingleses se unieron al año siguiente, se retiraron en 1920, regresaron en 1924, volvieron a retirarse en 1928, regresaron definitivamente en 1946). Para ser una potencia imperial que inundaba con futbol el mundo, el Imperio británico fue bastante renuente a dominar las organizaciones mundiales. Al mismo tiempo, esto respalda las afirmaciones del historiador holandés Maarten van Bottenburg: aunque la invención fuera británica, cada cultura deportiva (europea, pero también las latinoamericanas) se desarrolló con bastante autonomía. Incluso, las dos grandes figuras de la explosión de las competencias internacionales fueron dos franceses: Pierre de Coubertin, el inventor de los Juegos Olímpicos modernos, y Jules Rimet, el creador de las Copas del Mundo de futbol.

El gran crítico literario palestino Edward Said afirma, en Imperialismo y cultura, que la historia de todas las culturas es la historia de los préstamos culturales. La expansión de los deportes modernos parece seguir, en el caso europeo, la misma pauta. Sin duda, la difusión global de los deportes modernos ocurre al mismo tiempo que la constitución de los mercados globales y los imperios coloniales, pero los países europeos que adoptaron el futbol inglés no se vieron sujetos a dominaciones imperiales o a situaciones coloniales o poscoloniales. Parece tratarse, más bien, de una situación de hegemonía cultural, en la que el futbol aparece como una práctica atractiva organizada por el prestigio del sistema escolar británico para la formación de las élites, y luego se difunde y populariza siguiendo el mismo modelo: desde las clases altas anglófilas se produce una masificación a cargo de las clases medias para luego completarse el proceso con la apropiación de las clases obreras —y el consecuente abandono por parte de las élites—. Distinto será el caso prusiano, renuente al prestigio educativo británico y en el que tendrán un papel fundamental, como en América Latina, los educadores migrantes formados en Gran Bretaña, o al menos eso intenta narrar el film alemán Unidos por un sueño (en el original, Der ganz große Traum), una película de 2011 que cuenta las andanzas de Konrad Koch para enseñarles futbol a sus discípulos alemanes. Por supuesto —infaltable para proponer un mito democrático—, entre los esforzados escolares habrá un niño obrero infiltrado. 

Estas afirmaciones no implican abandonar la hipótesis del imperialismo en la difusión de los deportes fuera de Europa. Hay un dato irrefutable: como recuerda Allen Guttmann, tanto Gran Bretaña como Estados Unidos, las dos grandes potencias imperiales en el tránsito del siglo XIX al XX, son los únicos países en los que los deportes modernos más importantes no se desarrollaron bajo la influencia de actores o modelos extranjeros. Sea el caso del futbol como del rugby, el basquetbol, el voleibol, el futbol americano, el beisbol o incluso el cricket —que cuenta aún con importancia relativa en el Caribe, India y Oceanía—, todos ellos fueron “inventados” —lo que siempre significa codificados, es decir, modernizados— en alguna de ambas potencias. De la misma manera, el mapa de la expansión de esos deportes, especialmente el futbol y el beisbol, es el mapa de su expansión imperial: de manera rápida —porque debemos discutirlo en el caso latinoamericano—, el futbol responde a la expansión inglesa y el beisbol a la norteamericana. En algunos casos, que aparecen más crudos cuando el imperialismo es francamente colonialista —es decir, con ocupación armada del territorio colonial—, el deporte aparece, como señala Guttmann, como instrumento útil para propósitos políticos: es el caso del cricket en India, el lugar donde el Imperio británico desarrolla estrategias de dominación complejas que incluyen la construcción de élites locales mediadoras. 

Pero incluso en esos casos extremos, con el Imperio ocupando el territorio local, es difícil afirmar que la expansión de los deportes en las colonias o en las neocolonias funcionara únicamente como herramienta de control social y, mucho menos, imperial. En América Latina esa afirmación es refutable: no se trata de simple reproducción del orden metropolitano, especialmente porque no hay ocupación territorial —salvo en el caso cubano o en el nicaragüense, pero incluso aquí se trata de una ocupación “compartida” con las clases dominantes locales—. Ni siquiera se trata de imposición disciplinadora de las pautas sociales y culturales de la potencia imperial, en tanto hay una mediación —decisiva, sin la cual no puede narrarse el desarrollo del deporte latinoamericano— de las élites locales, sobre las que no se ejecuta ninguna imposición, sino que despliegan lo que el sociólogo norteamericano Thorstein Veblen llamaría una “emulación”. Distinto es el análisis de las funciones que cumplen los deportes una vez que las élites locales los asumen y difunden, y se encuentran con su popularización: allí las posibilidades del control social reaparecen, pero ya no como control colonial, sino estrictamente local. En el caso del futbol británico puede verse bastante del ímpetu disciplinador por medio de las instituciones escolares, fabriles y religiosas; en el norteamericano, que sigue otras pautas más ligadas a lo mercantil, una institución civil pero religiosa como la Young Men Christian Association (YMCA) es clave para la difusión del basquetbol y el voleibol. 

Lo cierto es que los deportes modernos no pueden ser vistos como instrumentos de represión política y económica, ni imperial, como estamos argumentando, ni local, como trataremos de demostrar. En relación con su expansión poscolonial, desde finales del siglo XIX, los deportes se difundieron a partir de la adopción por parte de las élites locales de las prácticas de las élites imperiales, mediante dos caminos: el viaje iniciático o la reproducción implantada, como veremos en el próximo capítulo. Por supuesto que hay casos particulares en esta historia, dada la extensión territorial de América Latina. En principio y mayoritariamente, la difusión en nuestro subcontinente pertenece a la etapa poscolonial, incluido el caso cubano: los deportes se arraigaron en la etapa independentista, y la disputa con la metrópoli española fue justamente uno de los ejes que decidió el éxito del beisbol. En casi toda Sudamérica y en casi toda América Central, los deportes aparecen en el cambio del siglo XIX al XX, es decir, cuando las naciones modernas están —más o menos— bien constituidas, con territorios definidos y gobiernos unificados, sin ocupación imperial. Pero en la mayor parte del Caribe, la dominación imperial directa perduró hasta entrado el siglo XX, especialmente por parte de Gran Bretaña, lo que decidió un mayor alcance del cricket, por ejemplo, o la ausencia casi total del beisbol: las “potencias” futbolísticas son Jamaica y Trinidad y Tobago, únicos países antillanos en clasificar a una Copa del Mundo —junto a Haití y Cuba, una vez cada uno— y, en ambos casos, dominios británicos hasta 1961-1962. 

Guttmann señala que, en el campo deportivo, los dominados pueden vencer finalmente a los dominantes: más aún, que sólo en el campo deportivo es posible esa inversión. Por ello, no podemos afirmar que los deportes se inventaron e implantaron para recibir victorias falsas por parte de los viejos dominados o colonizados. Lo que los inventores y difusores del deporte moderno nunca tuvieron en consideración fue que, junto a sus posibilidades disciplinadoras —para formar buenos ciudadanos con mentes sanas en cuerpos sanos—, el deporte tuviera posibilidades indisciplinadoras: la derrota del maestro, entre ellas. Y también, lo que será un foco importante de nuestra historia, los deportes demostraron, rápidamente, posibilidades narrativas: no sólo como objeto de la prensa popular —que lo fueron, largamente— sino por su capacidad para crear y soportar relatos de identidad, local o nacional. Guttmann acota que, si las naciones son comunidades imaginadas, como afirmaba el historiador británico Benedict Anderson, entonces “los deportes modernos fueron una ayuda importante y popularmente accesible para esta forma políticamente indispensable de imaginar”. Éste es un eje que profundizaremos —que debemos profundizar— en los próximos capítulos. Porque también, al ser tan buenos para narrar las identidades, los deportes pudieron ser grandes auxiliares para marcar barreras étnicas, religiosas o raciales, lo que nos obliga a analizar el rol de los afroamericanos o las poblaciones originarias en el futbol moderno latinoamericano, o la presunta “Guerra del Futbol” entre Honduras y El Salvador en 1969. 



Fuente:
Pablo Alabarces, “Historia mínima del futbol en América Latina”, Ed. El Colegio de México & Turner, p. 31 – 35.

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