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Las invasiones inglesas. La invención de los deportes

Los seres humanos no comenzaron a jugar a juegos con balones en 1848, en Cambridge. Entre una extensa lista de antecedentes, en los que la pelota puede impulsarse con manos o pies (o, incluso, con la cadera), se cuenta el tsu chu chino, el kemari japonés, el harpaston griego, el consecuente harpastum romano, la soule normanda y bretona, el calcio florentino y el juego de pelota mexicano (tlachtli, ulama, pelota mixteca). Ese listado demuestra al menos dos cosas: la primera, que los ingleses no inventaron los juegos con pelota; la segunda es que tampoco lo hicieron los pueblos precolombinos, demoliendo así cualquier posibilidad de que el interés latinoamericano por el futbol moderno responda a atavismos, precisamente, premodernos o a influencias subterráneas preservadas por memoria oral.

Como señala Guttmann, en una clasificación muy aceptada, los deportes modernos capturan distintos tipos de juegos tradicionales o arcaicos y los transforman en deportes mediante la institución de una serie de características particulares. Ellas son: 

a) Secularismo: El deporte pierde vinculación con todo tipo de rituales religiosos, lo que lo separa de sus antecedentes grecorromanos o precolombinos. Que los practicantes de los deportes modernos sean a su vez creyentes o usuarios de prácticas religiosas, o que alguno de sus organizadores disponga ese tipo de rituales junto a la práctica deportiva (o que algún sacerdote bendiga un campo de juego), no quita que el deporte sea estrictamente secular: sus objetivos son la competencia, el éxito, el prestigio, la fama o el dinero, o todo junto, pero no el homenaje a alguna deidad presente, pasada o futura (salvo, justamente, el dinero). 

b) Igualdad: Las regulaciones se instituyen con el doble propósito de establecer la igualdad entre los contendientes y de que todos respeten las reglas por igual. De ese modo, la igualdad establece un orden meritocrático, en tanto el triunfador debería ser, inevitablemente, el mejor de los competidores. Esto tiene una relación particular con el progresivo establecimiento, en el siglo XIX, de instituciones democráticas en las sociedades: la igualdad deportiva reproduce la igualdad democrática traducida en el derecho al voto, pero a la vez la perfecciona, en tanto la victoria depende únicamente del desempeño deportivo. El grado en que ese únicamente sea en realidad único está en la base del imaginario democrático del deporte, ya que sabemos porfiadamente que no está en el imaginario democrático de las sociedades capitalistas. 

c) Burocratización: La institución del deporte moderno incluye la creación de organismos que, primero, establecen las reglas y, segundo, las administran. Pero esa administración supone, con el paso breve del tiempo, también la organización de la competencia y sucesivamente la administración de todo lo que la rodea; primero en un plano local, luego nacional, más tarde regional, finalmente internacional. Es lo que separa el establecimiento de las Reglas de Cambridge en 1848 de la creación de la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA) en 1904. La inclusión o no en la supervisión del o los organismos burocráticos es lo que diferencia al practicante “federado” (es decir, burocratizado por la pertenencia a un club, por ende a una liga o asociación, por ende a una confederación y así hasta el nivel más alto que se pueda alcanzar —normalmente, el Comité Olímpico Internacional) del practicante ocasional o aficionado. 

d) Especialización: Los deportes modernos se caracterizan por la especialización en una práctica. La ubicuidad deportiva de los hermanos Hogg, para proseguir con nuestro ejemplo inicial, es en realidad premoderna o fundacional del periodo moderno. El desarrollo de los deportes irá exigiendo (hoy lo hace de modo casi absoluto) una especialización tanto de la práctica (la diferencia entre rugby “unión”, rugby “league”, futbol “soccer” o “asociación”, futbol americano, beisbol, cricket, sóftbol) como de los practicantes. Y también de las funciones burocráticas o deportivas: jugadores, árbitros, entrenadores, dirigentes. 

e) Racionalización: Contemporáneos del capitalismo industrial y privados de sus relaciones rituales con las religiones, los deportes modernos implican su racionalización, es decir, su sujeción a organizaciones, regulaciones y administraciones definidas estrictamente por su racionalidad, con un objetivo primario (la administración de la regla y del principio de igualdad para el control de adecuados y justos desempeños deportivos) y uno secundario, derivado de la progresiva profesionalización: la obtención de plusvalía. La racionalidad deportiva se transformará con el tiempo (muy breve) en pura racionalidad capitalista: la obtención de ganancia. Esto no obstruye la racionalización (es decir, la transformación en mercancía) de los elementos afectivos: identidad, memoria, relatos o pasión. 

f) Cuantificación: Los deportes modernos dejan rápidamente de ser simples competencias para transformarse en series de competencias. Es decir, torneos, series de torneos. El partido o el rendimiento, que a su vez deben ser cuantificados (como resultados: 1 a 0, 2.35 metros, 4 horas 45 minutos), se incorporan a series acumulativas: tantos puntos por juego, tantos puntos en un torneo, tantas victorias, tantas derrotas. El juego individual (entre dos equipos o dos competidores, o la práctica individual) queda confinado al territorio de lo no burocratizado: el deporte moderno es principalmente cifras, tablas, rankings, medición de rendimientos. 

g) Obsesión por los récords: En consecuencia, si los desempeños se cuantifican, la racionalidad de los números conlleva la búsqueda de la superación de los números registrados: más goles a favor, menos goles en contra, menos minutos por tramo, más rápido, más alto, más fuerte. Objetivos que luego deben ser superados, en una rueda infinita. El campeón de la temporada pasada debe ser superado en puntos, juegos ganados y diferencia de goles; el nuevo goleador debe marcar más goles que el que más haya marcado en un periodo histórico. 

El éxito de estas codificaciones, iniciadas a mediados del siglo XIX en las escuelas públicas de la Inglaterra industrial, fue absoluto. Los juegos tradicionales o populares pre o poscolombinos no fueron sus únicas víctimas: toda Europa transformó sus prácticas lúdicas adoptando los deportes ingleses. Esto no significó la desaparición del juego, sino la aparición del deporte como un territorio exclusivamente moderno y novedoso. Las otras prácticas quedaron confinadas al espacio del juego popular, no organizado, o de la rareza étnica (que pudo, con el tiempo, transformarse a su vez en mercancía turística, como es el caso del calcio florentino). 

Y las razones de estas invenciones son también ampliamente conocidas, y fueron por eso escolares y escolarizadas: se buscaba racionalizar los niveles de violencia en las relaciones personales —el proceso civilizatorio del que hablaba el sociólogo alemán Norbert Elias— y educar también corporalmente a las élites para su desempeño guerrero. Sin embargo, la progresiva popularización del futbol en Gran Bretaña, luego de la fundación de la Football Association en 1863, extendió ese proceso a las clases populares. Los historiadores británicos coinciden en que esa popularización conjuga varios factores, que deberemos revisar en el caso latinoamericano. 

Por un lado, factores intrínsecos al juego: todas las fuentes, latinoamericanas o europeas, están de acuerdo en la combinación de la simplicidad de las reglas y la economía del juego (que precisa sólo un campo abierto y un balón, reemplazable por cualquier objeto con cierta condición esférica, a veces sólo un conjunto de paños o calcetines) en relación con la cantidad de participantes, que no puede exceder de 22, pero puede reducirse en la práctica informal. Sobre todo, hay factores que llamaremos de manera general políticoculturales y sociales. Con la aparición del tiempo libre entre la clase obrera británica (el descanso sabático), distintas instituciones comenzaron a difundir la práctica del futbol como una herramienta ampliamente disciplinadora: las escuelas de la clase obrera, reproduciendo el modelo de las élites, pero principalmente las fábricas y las congregaciones religiosas. Las primeras (con ejemplos como West Ham, el Arsenal o el Manchester United), porque el futbol permitía la creación simultánea de sentimientos de solidaridad entre sus obreros y a la vez de orgullo por la empresa; las segundas (cuyos ejemplos más tradicionales son clubes como el Aston Villa o el Bolton Wanderers), porque los religiosos veían en el deporte un modo de sustraer a los obreros de distracciones poco santificadoras (el alcohol, antes que nada, pero también la sexualidad) mediante la convocatoria a prácticas tan atractivas como el futbol. Todas estas pautas, en mayor o menor medida y con características particulares en el continente, reaparecen en el caso latinoamericano. 

Lo cierto es que esa popularización se reveló como masiva hacia la década de 1880, por lo que la Football Association británica reconoció ese carácter de people’s game (el juego del pueblo) sancionando el profesionalismo en 1888: esto terminó de decidir la apropiación definitiva del juego por la clase obrera británica, ya que le permitía una dedicación exclusiva que, hasta ese momento, estaba limitada por los ingresos y el tiempo libre. Cuando los jugadores provenientes de la clase obrera transforman la práctica en trabajo, el ciclo de popularización está terminado. Como ocurrirá en todos los casos, en Europa o en nuestro continente, que los practicantes sean de origen obrero suele influir en sus públicos: el futbol británico será, hasta la última década del siglo XX, una marca clave de la cultura obrera. Sin embargo, sus administradores seguirán siendo miembros de las élites (progresivamente, más burgueses que aristócratas). 




Fuente:
Pablo Alabarces, “Historia mínima del futbol en América Latina”, Ed. El Colegio de México & Turner, p. 26 – 30.

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