—¿Qué pájaro es ése? —le pregunté a Fausto Ruiz, el viejo peón amigo que siempre me acompañaba en mis andanzas por el monte.
—Es el boyero —me respondió—. Yo sé dónde tiene su nido. Te llevaré luego a verlo si me prometes estarte quieto y no hablar, porque es un pájaro muy arisco.
Y fiel a su palabra, me llevó esa tarde por los sinuosos caminitos del monte, que sólo él conoció, hasta la orilla del arroyo. Bordeando luego el cauce, llegamos a un lugar donde una alta barranca, cortada casi a pico, desaparecía bajo la rojiza maraña de los sarandíes.
Nos sentamos sobre una rama horizontal, y permanecimos inmóviles durante largo rato. De cuando en cuando, viendo mi impaciencia, Fausto me tranquilizaba con su amistosa sonrisa y un gesto que quería decir: "No te inquietes, que pronto va a venir".
Y así fue. Su brazo me señaló de pronto un pájaro llegado no sé cómo ni de dónde, que revoloteaba entre la fronda espesa, muy próximo a nosotros. Era más o menos del tamaño de un tordo, y negro como éste, pero tenía los bordes del pico y los extremos de las alas amarillos. Dando ágiles saltitos, iba de una rama a otra con visible inquietud, mientras sus vivaces ojillos escudriñaban sin cesar el contorno. Finalmente se detuvo y comenzó a silbar de un modo tenue, que apenas alcanzábamos a oír.
—Llama a su compañera —me susurró Fausto al oído.
Confirmando sus palabras, un trino parecido surgió de entre las ramas de abajo.
—Ahora verás lo mejor —agregó mi amigo.
Y fue entonces cuando descubrí, entre lo más espeso del ramaje, un curiosísimo nido, primorosamente trenzado con cerdas, que colgaba de una rama flexible a un metro escaso del agua. Era, por su forma y longitud, muy semejante a una media cerrada, pero sin pie. El borde superior dejaba ver apenas la cabeza del ave que a él se había asomado.
El primer boyero fue descendiendo a saltos cautelosos, y cuando estuvo allí, su compañera se internó en el nido para darle paso. Él penetró, a su vez, y la abertura del nido se cerró como si tuviera puerta. Yo estaba maravillado por todo lo que había visto.
Ya de regreso, Fausto me iba explicando con su tenue y calmada voz:
—¿Te diste cuenta? La hembra estaba en el nido porque tiene huevecillos y los está incubando, Mientras tanto, el macho se encarga de vigilar el contorno y traerle alimentos. Como el nido está colgado sobre el agua, y en una rama delgada, los animales del monte no pueden alcanzarlo.
—¿Y por qué no canta de tarde como de madrugada?
—Porque su misión es la de anunciar y recibir el día. La despedida de la
luz está a cargo del zorzal. Cada uno cumple lo suyo aquí en el monte.
—¡Cuánto me gustaría tener un pichoncito de boyero! —le dije esperanzado
a mi amigo.
—Los boyeros son muy escasos, y hay que dejarlos en libertad para que no se acabe la especie. Además, en la jaula, rara vez sobreviven. Y si lo hacen, ya no cantan tan lindo como en el monte. Porque los pájaros, como los hombres, necesitan de la libertad para vivir contentos.
Fuente:
Español. Lecturas. 6° Grado, Ed. Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito, p. 59 – 60
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