La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de oían. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.
José Arcadia Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadia Buendía construyó trampas
y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no
sólo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros
distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de
abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la
tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el
mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en
el sopor de la ciénega, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el
canto de los pájaros.
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