Cansados de buscar, terminamos por dejarla sin nombre.
Se llama simplemente "la vaca", porque es el nombre que mejor le queda.
Además, qué le importa con tal de comer. Así pues, tiene a discreción hierba fresca, heno seco, legumbres, granos e incluso pan y sal. Y come de todo, todo el tiempo; come dos veces, puesto que rumia.
En cuanto me ve, acude con pasitos ligeros, con sus pezuñas hendidas, la piel muy restirada sobre sus patas como una media blanca. Y llega segura de que le voy a dar algo de comer. Y admirándola cada vez no puedo menos que decirle: ten, come.
Con todo lo que absorbe hace leche y no grasa. A hora fija, ofrece sus repletas ubres fornidas. No retiene la leche —hay vacas que la retienen— sino que por sus cuatro pezones elásticos, apenas presionados, vacía su fuente con generosidad. No mueve las patas ni la cola, pero con su lengua enorme y flexible se divierte en lamer la espalda de la ordeñadora.
Aunque vive sola, el apetito la salva del tedio. Es raro que muja de pesar ante el vago recuerdo de su último becerro. Le gustan las visitas y es buena anfitriona, con sus cuernos recogidos sobre la frente y sus belfos engolosinados de los que pende un hilo de agua o una brizna de hierba.
Los hombres, que no temen a nada, acarician su vientre desbordante. Las mujeres, asombradas de que una bestia tan corpulenta sea tan dulce, no desconfían de sus halagos y tienen sueños de dicha.
Le encanta que la rasque entre los cuernos. Retrocedo un poco, porque ella, movida por el placer, se me aproxima, y el enorme y bondadoso animal se deja acariciar hasta que tengo los pies metidos en su boñiga.
Fuente:
Español. Lecturas. 6° Grado, Ed. Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito, p. 44.
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