Era la hora del almuerzo cuando Morelos recibió la carta, y estaba leyéndola atentamente cuando un individuo de abultado abdomen se presentó ante él, pidiéndole lo admitiera en su ejército para prestar sus servicios en bien de la independencia nacional. Don José María Morelos, sonriente, hizo que el huésped se sentara a su derecha; compartió con él su sencillo almuerzo, y salió después a recorrer su campamento. Volvió a la hora de la cena, y volvió a colocar al desconocido a su derecha. Después de cenar, ordenó que junto a la suya, se colocara otra cama para el forastero; apagó la luz, se volvió del lado de la pared y pronto se quedó dormido, como duermen las personas que nada tienen que temer.
El hombre que había ido a asesinar al general, espantado de tanta serenidad, no se atrevió a obedecer las órdenes del Virrey, y por la noche salió sin hacer ruido del campamento y huyó.
Al clarear el día, se incorporó el señor Morelos, y lo primero que hizo
fue mirar hacia la cama cercana, pero vio que estaba vacía.
—¿Qué pasó con el hombre que anoche durmió aquí? —le preguntó al
asistente.
—Señor —le contestó el soldado—, dicen que en la madrugada ensilló su caballo, montó y se fue.
El general Morelos pidió un papel para escribir un recado, y con su letra
gorda, clara y firme contestó a su amigo: "Le doy mil gracias por su
aviso; pero puedo asegurarle que a esta hora no hay en este campamento más
barrigón que yo".
Español. Lecturas. 6° Grado, Ed. Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuito, p. 51.
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