Desde la independencia, los países islámicos se han visto sacudidos por dos procesos revolucionarios. El primero consistió en las revoluciones nacionalistas de carácter laico, durante los años cincuenta. Su principal representación fue el Egipto de Nasser, pero se produjeron movimientos similares en otras repúblicas. Las expectativas que desataron estas reacciones nacionalistas reactivaron a los países musulmanes —particularmente los árabes-, que vieron en ellas la vía para la modernización y el final de la dependencia colonial.
Su progresivo descrédito, debido al anquilosamiento de sus estructuras y el fracaso del panarabismo, haría que, dos décadas después, tomara cuerpo la oposición islamista, de inspiración religiosa. La revolución iraní, en 1979, abrió la siguiente etapa. El fundamentalismo islámico se hizo con el poder en Irán y, desde entonces, se convirtió en la alternativa con mayor arraigo frente a las políticas nacionalistas o las monarquías tradicionales. Llegó a hacerse con otros dos Estados -Afganistán y Sudán-, sin que ningún régimen musulmán pudiera sustraerse a su influjo, bien para oponerse a su empuje, bien para encauzarlo adoptando algunas de sus propuestas.
El epicentro de las revoluciones nacionalistas fue Egipto. La revolución de los Oficiales Libres (1952), la cual acabaría siendo dirigida por Camal Abdel Nasser, pretendía, además de terminar con la presencia occidental, instaurar un nuevo tipo de régimen, una república de corte nacionalista cuyo propósito era la unidad árabe -el panarabismo frente a la fragmentación estatal resultó fundamental en el nacionalismo árabe-, de inspiración laica, reformista y modernizadora. Entre los cambios más importantes se incluía el reparto de tierras y un programa de industrialización, en lo que se llamó "socialismo árabe". En cuanto a la estructura política, fueron suprimidos los partidos, sustituidos por una Unión Nacional.
Un momento clave del régimen fue la nacionalización del canal de Suez en 1956, respondida por tropas francesas, inglesas e israelíes. Esta intervención militar quedó cancelada por la drástica oposición soviética y la presión de Estados Unidos. Tal resultado tuvo considerables efectos. Prestigió al régimen nasserista entre los países árabes y fue el telón de fondo en el que se produjo el derrumbamiento de los regímenes poscoloniales en países como Irak y Siria. En 1958, Egipto y Siria anunciaban, en la República Árabe Unida (RAU), su unión política, concebida como un primer paso para la unión panárabe. Tuvo una vida efímera -desapareció en 1961— y no llegaron a consolidarse proyectos posteriores de unión federal con Yemen, Irak o Libia. La RAU fue la cumbre del panarabismo, sobre el que se impondrían las tensiones locales y los nacionalismos de base estatal.
El fracaso de la RAU socavaba el discurso oficial, que quedaba vacío en uno de sus llamamientos más atractivos y consolidaba la fragmentación de Estados provocada por la descolonización.
Pese a las disensiones estatales, en países como Siria e Irak se habían gestado regímenes similares al nacido en Egipto; en ambos casos, repúblicas con la hegemonía de un partido único (el Baaz), dominio militar, y propósitos modernizadores, antioccidentales y reformistas desde el punto de vista social. No muy diferentes serían la república socialista formada en Libia o los regímenes creados en Argelia o Túnez. El objetivo de la modernización económica afectaría también a monarquías creadas en el proceso descolonizador, como Jordania, Marruecos o Irán.
Al fracaso
de la RAU le siguió la derrota árabe en la guerra con Israel de 1967. Los
distintos regímenes abandonaron la ilusión, a veces sólo retórica, de la
integración política y económica entre los países de origen árabe y se
replegaron a los intereses nacionales.
Por Manuel Montero en Muy Interesante Historia, ‘El Islam. Los misterios de una religión’, Ed. Televisa, p. 91 – 92.
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