— ¿Acaso
no has prohibido que lloremos por los muertos?
— No -replicó el Profeta-, lo que les he prohibido es dar gritos y alaridos, golpearse el rostro y rasgar sus vestiduras; esta clase de actos son influencia del maligno; pero las lágrimas derramadas ante una desgracia son como un bálsamo para el corazón.
Por
aquellas fechas se produjo un eclipse de sol y algunos de sus discípulos
dijeron que el cielo mismo se dolía por la muerte de Ibrahim; pero el Profeta
rechazó aquella interpretación diciendo:
— El sol y la luna forman parte de las maravillas de Dios, a través de la cuales él comunica, a veces, algo a sus siervos; pero su eclipse no tiene nada que ver con el nacimiento ni con la muerte de los seres mortales.
La muerte de Ibrahim fue un duro golpe moral para el Profeta, e incluso lo afectó físicamente, pues a partir de entonces comenzó a decaer y enfermar con frecuencia; se dice que él sentía y por eso organizó la peregrinación que sería su despedida, de cualquier manera así lo interpretó la feligresía musulmana, pues se reunió gente de todas partes para acompañar al Profeta en éste, que sería su último viaje ritual. En esta ocasión sucedió algo inusitado, pues Mahoma se hizo acompañar por sus nueve esposas, quienes viajaron en literas, mientras él encabezaba una enorme procesión que algunos autores calculan en cincuenta y cinco mil personas, mientras que otros dicen que eran más de cien mil, además de una gran cantidad de camellos sacrificiales, engalanados con flores y tiras de papel de colores. Los peregrinos no traían armas pues, además de su gran número, para entonces ya el Islam era prácticamente la religión única en todos los territorios. Al llegar a La Meca, Mahoma entró por una puerta que desde entonces se llama "La Puerta Santa"; a los pocos días llegó Alí, quien venía también en peregrinación desde los territorios del Yemen y traía muchos camellos para el sacrificio. Entonces se organizó una ceremonia en la que Mahoma realizó con exactitud todos los ritos tradicionales y aquellos que él mismo había introducido en la liturgia, con lo que puso el ejemplo para las futuras generaciones; como estaba demasiado débil para dar las siete vueltas rituales a pie, montó en su fiel camello Al Qaswá y de esa manera cumplió con las vueltas y realizó las marchas prescritas entre las colinas Safa y Marwa.
Se dice que cuando llegó el momento del sacrificio de los camellos, él mató personalmente a sesenta y tres, uno por cada año de su edad y después se afeitó la cabeza, comenzando por el lado derecho y terminando por el izquierdo, como marca la tradición; los apreciados cabellos fueron repartidos entre la multitud, que los demandaba como reliquias sagradas. Después se acercó a la gente para comenzar su prédica:
— Escuchen mis palabras, pues no sé si después de este año volveremos a encontrarnos aquí. Mis queridos oyentes, yo no soy más que un hombre igual que ustedes, el ángel de la muerte puede presentarse en cualquier momento y yo debo acudir a su llamado.
¿Ustedes
creen que no hay más que un Dios, que Mahoma es su profeta, que hay un paraíso
y un infierno, que existe la muerte y la resurrección, y que hay un momento
previsto para que los que están en el sepulcro se sometan a juicio?
Todos
respondieron:
— ¡Creemos en esas verdades!
Mahoma estaba montado en su camello frente a la multitud y aparentemente había terminado su elocución, pero permanecía como en éxtasis cuando se escuchó, en voz del propio Alá, uno de los versículos que ya estaba en el Corán:
Malditos sean los que han renegado de vuestra religión. No les temáis a ellos, temedme a mí. Hoy he perfeccionado vuestra religión y realizado en vosotros mi gracia. Es mi deseo que vuestra fe sea siempre el islamismo.
Dicen los autores musulmanes que al escuchar estas palabras, el camello del profeta se puso de rodillas en señal de adoración, y a partir de entonces terminaron las revelaciones para Mahoma.
Al día
siguiente, Mahoma se despidió para siempre de su ciudad natal y se puso al
frente de su enorme séquito de peregrinos, para iniciar la marcha de regreso a
Medina.
Los Grandes – Mahoma, Editorial Tomo, p. 143 – 146.
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