Tanto la mezquita de Damasco como la de Jerusalén se caracterizan por su exquisita belleza, simplicidad de formas y suntuosidad, que refleja, en cierta medida, las enormes riquezas que acumularon los omeyas. Sus rasgos específicos quedaron fijados desde el principio y tienden a promover el culto y el mensaje divino. La mezquita es en esencia un lugar para orar y sus elementos arquitectónicos se construyen con este objetivo. De ahí el mihrab, la maqsura, la qibla, el mirhab y el minarete. Su especial concepción de la divinidad como algo puro, que no puede ni debe representarse, llevó al arte musulmán a prohibir prácticamente la reproducción figurativa, en perjuicio de la escultura y la pintura; puede también que en perjuicio de la individualidad de la persona y en beneficio de la comunidad y la sumisión a la divinidad.
Desarrollaron
en contrapartida una compleja decoración geométrica de exquisita belleza y
elevaron la caligrafía a nivel de arte excelso -lo que no ha sucedido en
ninguna otra civilización a lo largo de la historia—, que se utiliza además
para transmitir y resaltar el mensaje divino. Es realmente impresionante la
exquisitez que los musulmanes consiguieron en la iluminación de sus manuscritos
y libros, y en la encuadernación de los mismos.
Por Jerónimo Páez en Muy Interesante Historia, ‘El Islam. Los misterios de una religión’, Ed. Televisa, p. 83.
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