La proclamación de una nueva fe y la creación del imperio exigieron un arte propio, sobretodo al tratarse del pueblo que se consideraba el elegido por Dios y el único depositario de su mensaje. Asentado el imperio musulmán en el llamado Creciente Fértil -tras derrotar casi incomprensiblemente a los imperios Bizantino y Sasánida, que se repartían el poder en la región-, pudo nutrirse de sus tradiciones artísticas y dar origen, junto con sus propias aportaciones, a un arte específico.
Los
omeyas, que establecieron su capital en Damasco, recibieron una mayor influencia
del arte bizantino y la tradición artística grecorromana que se había
desarrollado en las grandes ciudades de la Decápolis. La dinastía Abasí acabó
con la Omeya a mediados del siglo VIII y trasladó la capital a Bagdad,
recibiendo sobre todo la influencia artística del antiguo Imperio Persa. Con
los omeyas surge el arte y la arquitectura del islam clásico. Esta dinastía nos
ha dejado monumentos de gran belleza, que influyeron y sirvieron como modelos
para desarrollos posteriores. Por su parte, el califato abasí, desde finales
del siglo VIII hasta el X, constituye el apogeo del poder islámico y de la
grandiosidad de sus monumentos. Por desgracia, poco nos ha quedado de sus
construcciones, posiblemente las más esplendorosas de cuantas se erigieron,
como el palacio de Ukhaïdir o la impresionante ciudad de Samarra. En esta
última todavía es posible contemplar los restos de sus dos inmensas mezquitas,
y en una de ellas, su minarete helicoidal, que se asemeja a los zigurat de la
antigua Siria. Quien visite la mezquita de Ibn Tulun en El Cairo, inspirada en
estas construcciones, puede imaginar cómo debieron ser aquellas fastuosas
edificaciones. Con el tiempo, el arte islámico se irá alejando de sus primeras
influencias para crear formas propias, con una cierta uniformidad que se
impondrá más allá de las distintas aportaciones de los países en los que
floreció.
Por Jerónimo Páez en Muy Interesante Historia, ‘El Islam. Los misterios de una religión’, Ed. Televisa, p. 81 – 83.
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