En las zonas rurales construyeron importantes obras de regadío, acequias y canalizaciones; en las fronteras, erigieron ribats y ksar; y en las áreas desérticas, una bella arquitectura de adobe como emanada de la tierra. Desarrollaron además numerosas artes menores o, si se quiere, artes ligadas a la vida cotidiana: elaborados tejidos, pieles, alfombras, cerámicas, vidrios, armas y jaimas para el desierto.
Estamos hablando en realidad del islam clásico, que va aproximadamente de finales del siglo VII al XIII, y del área territorial que ocupa desde Bagdad hasta Al-Anda-lus, desde Anatolia y Samarcanda hasta Arabia, desde Sicilia hasta el Magreb, Mauritania y la curva del Níger. Este arte engloba a su vez, entre otras, las dinastías omeyas de Siria y Córdoba; también las almorávides y almohades; meriníes y hafsíes del Magreb; aglabíes de Túnez y Sicilia; tuluníes, fatimíes, ayyubíes y mamelucas de Egipto y Oriente.
Es un arte
excepcional por su grandiosidad, pureza de líneas y su extensión geográfica.
Puede que ninguna otra civilización haya construido tan impresionantes
monumentos y exquisitas piezas de arte. No deja de ser triste, sin embargo, que
muchos de ellos hayan desaparecido debido a la naturaleza, el mismo transcurrir
histórico o los seres humanos. Y, sobre todo hoy día, a la destrucción que ha
supuesto que estas sociedades no hayan sabido resolver las amenazas de la
modernidad y el desmesurado crecimiento demográfico. Pero a pesar de ello, como
dijo el poeta Ibn Zamrak ante la Alhambra, "¡Cuánto recreo aquí para los
ojos!".
Por Jerónimo Páez en Muy Interesante Historia, ‘El Islam. Los misterios de una religión’, Ed. Televisa, p. 83 – 85.
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