Ante el peligro que representaba para todos el ataque de un poderoso enemigo, Mahoma pudo involucrar a la gente en la preparación de las medidas de defensa de la ciudad. Por consejo de Salmán el Persa, se cavó un foso profundo frente a las murallas de la ciudad, en aquellas partes donde se facilitaba el acceso del ejército enemigo, esta fue una magna tarea y en ella intervinieron todos los hombres de la ciudad, se dice que el mismo Mahoma participó en los trabajos y que en el proceso realizó algunos milagros, como el dar de comer a todos los trabajadores con una sola cesta de dátiles, en una ocasión, y en otra con un cordero asado y una barra de pan de avena.
Apenas se había terminado el foso y apareció en el horizonte el enorme ejército enemigo. Mahoma encargó la defensa de la ciudad a uno de sus generales y colocó el grueso de su ejército, compuesto por tres mil hombres, frente al foso, que era su barrera de resistencia. Abu Sufián avanzó directamente hacia el foso, confiado en la superioridad numérica de sus fuerzas, pero al llegar ahí y verse realmente frenados por el obstáculo y bañados de flechas, prefirieron retirarse a una distancia prudente y acampar, en espera de una oportunidad de ataque; así estuvieron varios días de sórdida calma, pero Mahoma fue informado de que la tribu judía de los quiraizíes estaba en tratos con los enemigos y podrían traicionarlo, contando con la complicidad de los propios judíos de la ciudad y los disidentes musulmanes de la tribu de los awsíes; entonces el Profeta se dio cuenta de que en ese momento su única opción de defensa era la política, pues con las armas estaba perdido; así que comenzó a propiciar una serie de acuerdos con los grupos disidentes y con los judíos, además de que secretamente envió emisarios para sembrar sospechas entre las diferentes tribus de confederados, haciéndolos dudar de la lealtad de unos y otros, con lo que la moral de aquellas tropas bajó considerablemente, aunque el ejército seguía en pie de lucha. Un viernes, Abu Sufián ordenó que la batalla definitiva sería al día siguiente, pero los judíos quiraizíes dijeron que ellos no podrían luchar en sábado, pues era su día sagrado; las tribus árabes consideraron que eso era una traición de los judíos y comenzaron a discutir entre ellos, instigados por los infiltrados de Mahoma; en eso se desató una fuerte tormenta de arena, lo que no era raro en el desierto, pero los infiltrados corrieron el rumor de que ese era un milagro que había provocado el Profeta para lanzarse sobre ellos y matarlos impunemente, mientras se encontraban cegados por la arena. Se produjo una gran confusión en el campo y el ejército se desconfiguró de tal manera que ya no era posible que se transmitieran las órdenes, y mucho menos que fueran obedecidas, por lo que Abu Sufián no tuvo más remedio que batirse en retirada, seguido por un ejército intacto físicamente, pero abatido psicológicamente.
En el trayecto de regreso a La Meca, Abu Sufián escribió una carta a Mahoma en la que le reprochaba el haber recurrido a la técnica, poco honorable entre los árabes, de poner un foso frente al enemigo, lo que era una cobardía, y que esperaba la próxima oportunidad para cobrar venganza por esta nueva ofensa. Mahoma le respondió que se acercaba el día en que él destruiría todos los ídolos de los coraixíes.
Después de la retirada de los enemigos, Mahoma comenzó su campaña punitiva interna, arremetiendo contra los judíos quiraizíes, quienes se refugiaron en su castillo-fortaleza que se encontraba fuera de las murallas de la ciudad. Mahoma no intentó tomar por asalto aquella fortaleza, sino esperar a que los sitiados se rindieran por hambre; después de unos días, ellos enviaron un mensaje a Mahoma en el que pedían que se les concediera el mismo tratamiento que a la tribu de Beni Qainuga, esto es, el destierro y la expropiación de sus bienes a cambio de su vida. Mahoma les contestó que no sería él quien decidiera su destino, sino que delegaba esa responsabilidad en el jefe de los Awsí, Saad Ibn Muad. Los quiraizíes aceptaron de buen grado esta decisión, pues sabían que Saad tenía serias diferencias con Mahoma y ya antes había intercedido a favor de los judíos; pero ellos no sabían que Saad había sido herido en una de las escaramuzas del foso y había jurado que si sobrevivía se habría de vengar de los traidores que se habían pasado al bando contrario, por lo que su juicio fue sumario y contundente, todos los hombres estaban condenados a muerte y las mujeres y los niños a esclavitud; sus pertenencias se repartirían entre los musulmanes leales.
Saad Ibn Muad quiso estar presente en la ejecución de aquellos setecientos hombres, pero el esfuerzo fue tan grande que se volvieron a abrir sus heridas y murió pocos días después.
Mahoma recibió una quinta parte del botín de los quiraizíes, pero su mejor recompensa fue Raihana, que tenía fama de ser la mujer más bella de la tribu.
Fuente:
Los Grandes – Mahoma, Editorial Tomo, p. 113 – 116.
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