Había en la ciudad de Bagdad un hombre que era soltero y además mozo de cordel.
Un día entre los días, mientras estaba en el zoco, indolentemente apoyado en su espuerta, se paró delante de él una mujer con un ancho manto de tela, de Mussul, en seda sembrada de lentejuelas de oro y forro de brocado. Levantó un poco el velillo de la cara y aparecieron por debajo dos ojos negros, con largas pestañas, y ¡qué párpados! Era esbelta, sus manos Y sus pies muy pequeños, y reunía, en fin, un conjunto de perfectas cualidades. Y dijo con su voz llena de dulzura: “¡Oh mandadero! coge la espuerta y sígueme.” Y el mandadero, sorprendidísimo, no supo si había oído bien, pero cogió la espuerta y siguió a la joven, hasta que se detuvo a la puerta de una casa. Llamó y salió un nusraní, que por un dinar le dio una medida de aceitunas, y ella las puso en la espuerta, diciendo al mozo: “Lleva eso y sígueme.” Y el mandadero exclamó: “¡Por Alah! ¡Bendito día!” Y cogió otra vez la espuerta y siguió a la joven. Y he aquí que se paró ésta en la frutería y compro manzanas de Siria; membrillos osmaní, melocotones de Omán; jazmunes de Alepo, nenúfares de Damasco, cohombros del Nilo, limones de Egipto, cidras sultaní, bayas de mirto, flores de henné, anémonas rojas de color de sangre, violetas, flores de granado y narcisos. Y lo metió todo en la espuerta del mandadero, y le dijo: “Llévalo.” Y él lo llevó, y la siguió hasta que llegaron a la carnicería, donde dijo la joven. “Corta diez artal de carne”. Y el carnicero cortó los diez artal, y ella los envolvió en hojas de banano, los metió en la espuerta, y dijo: “Llévalo, ¡oh mandadero!” Y él lo llevó así, y la siguió hasta encontrar un vendedor de almendras, al cual compró la joven toda clase de almendras, diciendo al mozo. “Llévalo y sígueme.” Y cargó otra vez con la espuerta y la siguió hasta llegar a la tienda de un confitero, y allí compró ella una bandeja y la cubrió de cuanto había en la confitería: enrejados de azúcar con manteca, pastas aterciopeladas perfumadas con almizcle y deliciosamente rellenas, bizcochos llamados sabun, pastelillos, tortas de limón, confituras sabrosas, dulces llamado muchabac, bocadillos huecos llamados lucmetel-kadí, otros cuyo nombre es assabihzeinab, hechos con manteca, miel y leche. Después colocó todas aquellas golosinas en la bandeja, y la bandeja encima de la espuerta. Entonces el mandadero dijo: “Si me hubieras avisado habría alquilado una mula para cargar tanta cosa.” Y la joven sonrió al oírlo. Después se detuvo en casa de un destilador y compró diez clases de aguas: de rosas de azahar y otras muchas; y varias bebidas embriagadoras, como asimismo un hisopo para aspersiones de agua de rosas almizclada, granos de incienso macho, palo de áloe, ámbar gris y almizcle, y finalmente velas de cera de Alejandría. Todo lo metió en la espuerta, y dijo al mozo: “lleva la espuerta y sígueme.” Y el mozo la siguió, llevando siempre la espuerta, hasta que la joven llegó a un palacio, todo de mármol, con un gran patio que daba al jardín de atrás. Todo era muy lujoso, y el pórtico tenía dos hojas de ébano, adornadas con chapas de oro rojo.
La joven llamó, y las dos hojas de la puerta se abrieron. El mandadero vio entonces que había abierto la puerta otra joven, cuyo talle, elegante y gracioso, era un verdadero modelo, especialmente por sus pechos redondos y salientes, su gentil apostura, su belleza, y todas las perfecciones de su talle y de todo lo demás. Su frente era blanca como la primera luz de la luna nueva, sus ojos como los ojos de las gacelas, sus cejas como la luna creciente del Ramadán, sus mejillas como anémonas, su boca como el sello de Soleimán, su rostro como la luna llena al salir.
Por eso, a su vista, notó el mozo que se le iba el juicio y que la espuerta se le venía al suelo. Y dijo para sí “¡Por Alah! ¡En mi vida he tenido un día tan bendito como el de hoy!”
Entonces esta joven tan admirable dijo a su hermana la proveedora y al mandadero: “¡Entrad, y que la acogida aquí sea para vosotros tan amplia como agradable!”
Y entraron, y acabaron por llegar a una sala espaciosa que daba al patio, adornada con brocados de seda y oro, llena de lujosos muebles con incrustaciones de oro, jarrones, asientos esculpidos, cortinas y unos roperos cuidadosamente cerrados. En medio de la sala había un lecho de mármol incrustado con perlas y esplendorosa pedrería, cubierto con un dosel de raso rojo. Sobre él estaba extendido un mosquitero de fina gasa, también roja, y en el lecho había una joven de maravillosa hermosura, con ojos babilónicos, un talle esbelto como la letra aleph, y un rostro tan bello, que podía envidiarlo el sol luminoso. Era una estrella brillante, una noble hermosura de Arabia, como dijo el poeta:
¡El que
mida tu talle, ¡oh joven! y lo campare por su esbeltez con la delicadeza de una
rama flexible, juzga con error a pesar de su talento! ¡Porque tu talle no tiene
igual, ni tu cuerpo un hermano!
¡Porque la
rama sólo es linda en el árbol y estando desnuda! ¡Mientras que tú eres hermosa
de todos modos, y las ropas que te cubren son únicamente una delicia más!
Entonces la joven se levantó, y llegando junto a sus hermanas, les dijo: “¿Por qué permanecéis quietas? Quitad la carga de la cabeza de ese hombre.” Entonces entre las tres le aliviaron del peso. Vaciaron la espuerta, pusieron cada cosa en su sitio, y entregando dos dinares al mandadero, le dijeron: “¡Oh mandadero! vuelve la cara y vete inmediatamente.” Pero el mozo miraba a las jóvenes, encantado de tanta belleza y tanta perfección, y pensaba que en su vida había visto nada semejante. Sin embargo, chocábele que no hubiese ningún hombre en la casa. En seguida se fijó en lo que allí había de bebidas, frutas, flores olorosas y otras cosas buenas, y admirado hasta el límite de la admiración, no tenía maldita la gana de marcharse.
Entonces la mayor de las doncellas le dijo: “¿Por qué no te vas? ¿Es que te parece poco el salario?” Y se volvió hacia su hermana, la que había hecho las compras, y le dijo: “Dale otro dinar.” Pero el mandadero replicó: “¡Por Alah, señoras mías! Mi salario suele ser la centésima parte de un dinar, por lo cual no me ha parecido escasa la paga. Pero mi corazón está pendiente de vosotras. Y me pregunto cuál puede ser vuestra vida, ya que vivís en esta soledad, y no hay hombre que os haga compañía. ¿No sabéis que un minarete sólo vale algo con la condición de ser uno de los cuatro de la mezquita? Pero ¡oh señoras mías! no sois más que tres, y os falta el cuarto. Ya sabéis que la dicha de las mujeres nunca es perfecta si no se unen con los hombres. Y, coma dice el poeta, un acorde no será jamás armonioso como no se reúnan cuatro instrumentos: el arpa, el laúd, la cítara y la flauta. Vosotras, ¡oh señoras mías! sólo sois tres, y os falta el cuarto instrumento: la flauta. ¡Yo seré la flauta, y me conduciré como un hombre prudente, lleno de sagacidad e inteligencia, artista hábil que sabe guardar un secreto!”.
Y las jóvenes le dijeron: “¡Oh mandadero! ¿no sabes tú que somos vírgenes? Por eso tenemos miedo de fiarnos de algo. Porque hemos leído lo que dicen los poetas: Desconfía de toda confidencia, pues un secreto revelado es secreto perdido.”
Pero el mandadero exclamó: “¡Juro por vuestra vida, ¡oh señoras mías! que yo soy un hombre prudente, seguro y leal! He leído libros y he estudiado crónicas. Sólo cuento casas agradables, callándome cuidadosamente las cosas tristes. Obro en toda ocasión según dice el poeta:
¡Sólo el
hombre juicioso sabe callar el secreto! ¡Sólo los mejores entre los hombres
saben cumplir sus promesas!
¡Yo
encierro los secretos en una casa de sólidos candados, donde la llave se ha
perdido y la puerta está sellada!”
Y
escuchando los versos del mandadero, muchas otras estrofas que recitó y sus
improvisaciones rimadas, las tres jóvenes se tranquilizaron; pero para no ceder
en seguida, le dijeron: “Sabe, ¡oh mandadero! que, en este palacio hemos
gastado el dinero en enormes cantidades. ¿Llevas tú encima con que indemnizarnos?
Sólo te podremos invitar con la condición de que gastes mucho oro. ¿Acaso no es
tu deseo permanecer con nosotras, acompañarnos a beber, y singularmente
hacernos velar toda la noche, hasta que la aurora bañe nuestros rostros?” Y la
mayor de las doncellas añadió: “Amor sin dinero no puede servir de buen
contrapeso en el platillo de la balanza.” Y la que había abierto la puerta,
dijo: “Si no tienes nada, vete sin nada.” Pero en aquel momento intervino la
proveedora, y dijo: “¡Oh hermanas mías! Dejemos eso, ¡por Alah! Pues este
muchacho en nada ha de amenguarnos el día. Además, cualquier otro hombre no
habría tenido con nosotras tanto comedimiento. Y cuando le toque pagar a él, yo
lo abonaré en su lugar.”
Entonces el mandadero se regocijó en extremo, y dijo a la que le había defendido: “¡Por Alah! A ti te debo la primer ganancia del día.” Y dijeron las tres: “Quédate, ¡oh buen mandadero! y te tendremos sobre nuestra cabeza y nuestros ojos,” Y en seguida la proveedora se levantó y se ajustó el cinturón. Luego dispuso los frascos, clarificó el vino por decantación, preparó el lugar en que habían de reunirse cerca del estanque, y llevó allí cuanto podían necesitar. Después ofreció el vino y todo el mundo se sentó, y el mandadero en medio de ellas, en el vértigo, pues se figuraba estar soñando.
Y he aquí
que la proveedora ofreció la vasija del vino y llenaron la copa y la bebieron,
y así por segunda y por tercera vez. Después la proveedora la llenó de nuevo y
la presentó a sus hermanas, y luego al mandadero. Y el mandadero, extasiado,
improvisó esta composición rimada:
¡Bebe este vino! ¡Él es la causa de toda nuestra alegría! ¡Él da al que lo bebe fuerzas y salud! ¡Él es el único remedio que cura todos los males!
¡Nadie
bebe el vino origen de toda alegría, sin sentir las emociones más gratas! ¡La
embriaguez es lo único que puede saturarnos de voluptuosidad!
Después besó las manos a las tres doncellas, y vació la copa. En seguida, aproximándose a la mayor, le dijo: “¡Oh señora mía! ¡Soy tu esclavo, tu cosa y tu propiedad!” Y recitó estas estrofas en honor suyo:
¡A tu
puerta espera de pie un esclavo de tus ojos, acaso el más humilde de tus
esclavos!
¡Pero, conoce a su dueña! ¡Él sabe cuánta s su generosidad y sus beneficios! ¡Y sobre todo, sabe cómo se lo ha de agradecer!
Entonces ella le dijo ofreciéndole la copa: “Bebe, ¡oh amigo mío! que la bebida, te aproveche y la digieras bien. Que ella te de fuerzas para el camino de la verdadera salud.”
Y el mandadero cogió la copa, besó la mano a la joven, y una voz dulce y modulada cantó quedamente estos versos:
¡Yo ofrezco: a mi amiga un vino resplandeciente como sus mejillas,
mejillas tan luminosas, que sólo la claridad de una llama podría compararse con
su espléndida vida!
Ella se digna aceptarlo, pero me dice muy risueña:
“¿Cómo quieres que beba mis propias mejillas?”
Y yo le digo: “¡Bebe, oh llama de mi corazón! ¡Este licor son mis
lágrimas, su color rojo mi sangre, y su mezcla en la copa es toda mi alma!
Entonces la joven cogió la copa de manos del mandadero, se la llevó a los labios y después fue a sentarse junto a sus hermanas. Y todas empezaron a cantar, a danzar y a jugar con las flores exquisitas. Después siguieron bebiendo en la misma copa hasta que comenzó a anochecer. Las jóvenes dijeron entonces al mandadero: “Ahora vuelve la cara y vete, y así veremos la anchura de tus hombros.” Pero el mozo exclamo: “¡Por Alah, señoras mías! ¡Más fácil sería a mi alma salir del cuerpo, que a mí dejar esta casa! ¡Juntemos esta noche con el día, y mañana podrá cada uno ir en busca de su destino por el camino de Alah!” Entonces intervino nuevamente la joven proveedora: “Hermanas, por vuestra vida, invitémosle a pasar la noche con nosotras y nos reiremos mucho con él, porque es muy gracioso.” Y dijeron entonces al mandadero: “Puedes pasar aquí la noche, con la condición de estar bajo nuestro dominio y no pedir ninguna explicación sobre lo que veas ni sobre cuanto ocurra.” Y él respondió: “Así sea, ¡oh señoras mías!” Y ellas añadieron: “Levántate y lee lo que está escrito encima de la puerta.” Y él se levantó, y encima de la puerta vio las siguientes palabras, escritas con letras de oro:
No hables nunca de lo que no te importe, si no, oirás cosas que no te gusten.
Y, el mandadero dijo: “¡Oh señoras mías os pongo por testigo de que no he de hablar de lo que no me importe”.
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Fuente:
Las mil y una noches, Antología de cuentos árabes, descargada www.escolar.com el 17 de Octubre de 2022, p. 23 – 26.
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