A la muerte de Haxim, le sucedió en el cargo su hijo Abd al-Murtalib, quien no solamente continuó con la apertura comercial del padre, sino que se convirtió en un verdadero héroe al defender a la ciudad del asedio de los abisinios, quienes pretendían incorporar aquellos territorios al imperio de los cristianos del Yemen. Estos actos de generosidad, además de la buena administración de los bienes públicos, permitieron a la familia de Haxim continuar en el cargo de guardianes del templo, a pesar de las intrigas de la otra rama de la familia, compuesta por los descendientes de Abd Xams.
Abd al-Muttalib se convirtió en un patriarca tanto o más importante que su padre y tuvo muchos hijos, algunos de los cuales llegarían a tener cierta importancia en la historia del mundo árabe, pero ninguno como el menor de los hijos de al-Muttabi: Abdallah, quien fue el padre de Mahoma.
Se dice que Abdallah era un hombre de tal encanto viril que todas las doncellas de la región estaban enamoradas de él; cuenta la leyenda que más de doscientas mujeres murieron de melancolía cuando tuvieron noticia de su boda con Amina, una joven perteneciente a su misma tribu.
Aquel
matrimonio, tan dramático para muchas, fue sin embargo fuente de gran dicha
para la tribu de los Coraix, al nacer el que sería el único hijo de la pareja,
pues este nacimiento, cuenta la tradición, estuvo precedido por una serie de
señales y de augurios milagrosos, lo que es común cuando se habla del
nacimiento de un ser destinado a cambiar al mundo.
Se cuenta que el parto no produjo dolor alguno en Amina, y que en el momento del alumbramiento se produjo una claridad sobrenatural en toda la región circundante. Al llenar sus pulmones de aire, el recién nacido habló, y dijo: Alá es grande; no hay más Dios que Alá, y yo soy su profeta. Esta es la "buena nueva" de Mahoma y es la que se repite todos los días, al salir el sol, en todo el mundo islámico, por lo que cada día se recuerda el nacimiento del profeta y el mensaje de la religión por él fundada.
La llegada de aquel niño causó múltiples efectos en la realidad, que van desde los cambios físicos, los mentales, y hasta los metafísicos: el gran lago Sawa se secó completamente; pero el río Tigris, por el contrario, se salió de su cauce; hubo un fuerte temblor en Persia, con lo que el palacio del rey Cosroes prácticamente se derrumbó. Esa noche, el Quadí, ministro del rey, soñó que un brioso caballo árabe luchaba con un camello y lo vencía, por lo que el rey persa comprendió que había surgido una amenaza para su reino, y que ésta provenía de las tierras árabes; además de que en todo el mundo persa se apagaron los fuegos votivos que se mantenían encendidos en honor de Zoroastro desde hacía más de mil años. Se dice también que las huestes de los demonios, capitaneados por Mis, o Lucifer, fueron vencidos por ejércitos de ángeles que los arrojaron a las profundidades del mar.
Se dice que al conocer estos portentos, toda la ciudad se llenó de admiración; pero en especial los familiares cercanos de Mahoma, quienes sintieron una gran inquietud. Uno de los hermanos de Amina, que era astrólogo, consultó en las estrellas el futuro del niño, y predijo que éste alcanzaría un poder nunca antes visto, que sería el fundador de una nueva religión, además de un imperio muy extendido. Al séptimo día del nacimiento, el abuelo Abd al-Muttalib dio un banquete para celebrar la llegada de su extraordinario nieto, y ahí mismo le adjudicó el nombre de Muhammad, o Mahoma.
Los relatos del nacimiento de Mahoma están marcados por el mito y la leyenda, como sucede con todos los personajes que han tenido una gran trascendencia histórica, sobre todo aquellos pocos que han fundado sistemas religiosos, en los que se manejan formas de pensamiento mítico o simbólico. Sin embargo, la vida de Mahoma se encuentra bien documentada, y por ello se puede seguir con seguridad la parte histórica, independientemente de sus atributos metafísicos, que son propios de la religión.
Tenía apenas dos meses de nacido Mahoma cuando murió su padre, quien, a pesar de provenir de una familia rica, al momento de su fallecimiento no tenía más que cinco camellos, algunas ovejas y una esclava etíope llamada Barakat.
Al parecer, la pena por la muerte del esposo provocó en la madre, Amina, un estado enfermizo que la dejó imposibilitada para amamantar al niño, así que era necesario buscarle una nodriza, y Amina prefirió una beduina, pues a estas mujeres se les consideraba saludables, por ser capaces de resistir la hostilidad del desierto y respirar su aire puro. Los beduinos eran grupos nómadas, pero se acercaban a La Meca dos veces al año, por primavera y otoño, para vender sus escasos productos y abastecerse de lo necesario para sus duras jornadas en el desierto; era costumbre en las familias ricas de La Meca el entregar en crianza los niños pequeños a los beduinos, lo que tal vez tenía un valor simbólico, pues al recibir la leche de las beduinas los niños recibían también la esencia del ser árabe, pues en esa época las virtudes de su raza se asociaban a la vida en el desierto, que denotaba fortaleza, inteligencia, valentía, solidaridad, y todos aquellos valores que se hacen patentes en los grupos nómadas, quienes tenían que imponerse sobre un medio ambiente que rechaza cualquier tipo de blandura o debilidad. Las mujeres beduinas que hacían de nodrizas cobraban bien por sus servicios, pues no se trataba solamente de alimentarlos, sino de llevarlos a vivir con ellas, como un miembro más de la familia y de la tribu. Amina no tenía recursos para pagar los servicios de la nodriza, pero una de las beduinas, llamada Halima, se compadeció del niño y lo llevó con ella hasta los terrenos de magros pastizales donde habitaba su tribu, que era de pastores, por lo que su condición era seminómada.
La tradición islámica cuenta que la presencia del niño fue una bendición para aquellos beduinos que lo acogieron, pues desde entonces todo se les presentó milagrosamente favorable; los pozos, que se secaban de tiempo en tiempo, ahora estaban siempre llenos de aguas cristalinas, los pastos reverdecieron y los rebaños de ovejas tuvieron una fecundidad nunca antes vista. Las capacidades del niño eran a todas luces sobrenaturales, pues apenas a los tres meses de edad ya se sostenía erguido, y a los siete podía correr y jugaba con los niños mayores; a los ocho meses ya hablaba con fluidez y era extraordinariamente lúcido y sensato.
Cuenta también la tradición que a los tres años de edad se presentó la primera manifestación de la cualidad divina de Mahoma, pues hasta entonces no era más que un niño fuera de lo común, pero sucedió que en una ocasión salió al campo con Masaud, uno de sus hermanos de leche, y entonces se presentó el arcángel Gabriel, quien tomó al niño entre sus brazos y con su espada le abrió el pecho, sin que ello le causara el mínimo daño; después le sacó el corazón, también lo abrió, y extrajo de él un núcleo negro y amargo, que representa el "pecado original", que para la religión islámica es la herencia del pecado de desobediencia cometido por el primer hombre: Adán. Al extraer ese mal, el corazón de Mahoma quedó purificado y entonces el arcángel lo devolvió al pecho del niño. Al habérsele extirpado la raíz del mal, Mahoma se encontró física y mentalmente en la misma condición de Adán, pero antes de la caída; todo su ser estaba nimbado de una luz que provenía de Dios y que en realidad era la condición original del ser humano, sólo que se había obnubilado por el pecado del primer progenitor; así que, en la tradición islámica, Adán fue el primer hombre verdadero (antes de la caída) y Mahoma fue el segundo; pero él estaba vivo y actuante cuando recibió la purificación, por lo que se convirtió en el representante de Alá, de Dios.
Aquella operación sobrenatural dejó en Mahoma una huella visible: una mancha que tenía entre los hombros y que era "del tamaño del huevo de una paloma", dicen los escritos. Los padres adoptivos de Mahoma supieron de aquella visita sobrenatural, y más que congratularse por ello sintieron un gran temor, pues ellos pensaban que aquello bien podría haber sido una manifestación de los espíritus del mal que habitaban en el desierto y que, en sus creencias, buscaban apoderarse de las almas de los niños para ponerlos a su servicio; así que decidieron deshacerse del niño, por lo que encargaron a una muchacha llamada Saadi que fuera a La Meca y devolviera al niño a su madre.
Así que Mahoma regresó a la casa de sus ancestros y permaneció con su madre hasta la edad de seis años; pero un día Amina decidió viajar a la ciudad de Medina para visitar a unos parientes; ella enfermó gravemente en el trayecto de regreso y murió cerca del pueblo de Abwá, entre Medina y La Meca, donde fue enterrada a la manera de los árabes, envuelta en un lienzo y sin ataúd.
El niño quedó totalmente huérfano y fue acogido por su abuelo, Abd al-Muttalib, y encargado a la esclava abisinia Barakat, quien tomó funciones de madre sustituía; pero el abuelo se sentía demasiado anciano para ejercer de padre y delegó esa responsabilidad en su hijo primogénito, Abu Talib, quien aceptó el encargo y trató al niño con amoroso cuidado. Unos años después, cuando murió Abd al-Muttalib, su hijo Abu Talib, en calidad de primogénito, heredó el cargo de guardián de la Kaaba, por lo que Mahoma creció en un hogar esencialmente religioso, donde se observaban celosamente los ritos tradicionales.
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