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De la meteórica expansión árabe a los ejércitos califales

Es uno de los grandes rompecabezas de la historia universal: ¿Cómo una indisciplinada horda de guerreros sin más tradición bélica que el ejercicio de la razia en un contexto intertribal fue capaz, en menos de dos décadas, de construir un imperio que superaba en extensión al romano en el cénit de su esplendor? La respuesta exige remitirse a la prehistoria del islam para reinterpretar la figura de Mahoma como el primer gran líder militar de la historia musulmana. El Profeta fue un excepcional conductor de hombres y, no menos importante, el personaje que cohesionó los intereses de las tribus árabes en aras de un objetivo común. Este propósito exigía zafarse de las más arraigadas tradiciones guerreras arábicas y renunciar al principio esencial que regía los escarceos bélicos entre tribus: poca agresividad y menos bajas. Mahoma fue el arquitecto de un ejército —no de guerreros sino de soldados— que basó su eficacia en tres pilares: disciplina, entusiasmo y mentalidad agresiva.

En apenas 13 años -entre 633 y 646-, el nuevo Estado islámico había subyugado, bajo el empuje del califa Ornar, a las dos superpotencias políticas y militares de la época, ambas inmersas en una profunda crisis que explica su impotencia ante la invasión. La Persia sasánida dejó de existir después de la batalla de Qadisiya en el 637, mientras que el Imperio Bizantino inició su repliegue con la cesión de Siria en Yarmuk en el año 636. La conquista fue ejecutada por un ejército estructuralmente muy sólido que supo integrar a los pueblos derrotados en las filas de las diferentes columnas invasoras. 

La característica esencial de estos contingentes fue la movilidad en torno a dos elementos estratégicos: caballería ligera e infantería montada en camello, capaz de desplazarse por cualquier terreno y de avanzar por el desierto sin restricciones. A ello se suma un privilegiado conocimiento del enemigo; no fue casual que muchos árabes sirvieran como auxiliares fronterizos en la disciplina del ejército bizantino y sasánida antes de la invasión. El incontestable avance se bifurcaba en columnas semiautónomas en todas las direcciones, concentrándose únicamente en caso de amenaza, lo que facilitaba de manera significativa el abastecimiento de las tropas. 

Con Marwan II (680-750), último califa de la dinastía Omeya, se producen los primeros cambios significativos en la estructura del ejército. La caballería pesada comenzó a imponerse como la élite de un ejército cada vez más dinámico, dividido en subunidades mixtas y extraordinariamente móviles. Pero durante el reinado de Al-Mutasim (1052-1091), ya en el periodo abasí, fue cuando se produjo la penetración definitiva y decisiva de elementos turcomanos en la vida política y militar del califato. La infantería mayoritaria, que combinaba la espada curva, la maza y la célebre hacha tipo tabarzin, era de origen iranio-jurasaní. Sin embargo fueron los abna, infantería armada con picas procedente de Bagdad con fama de irreductibles, y los naffatin, armados con granadas de nafta -una sustancia incendiaria-, las unidades más características. 

La gran revolución se produjo en el seno de la caballería con el auge de los ghulams, jinetes arqueros procedentes de Asia Central, del ámbito turcomano, reclutados como esclavos y que, una vez convertidos al islam, servían como caballería de élite en ejércitos abasíes. Estos nuevos elementos de origen turco ganaron peso en el equilibrio de poder de la Corte, interviniendo en intrigas y conspiraciones como la guardia pretoriana en tiempos del Imperio Romano. 

Fuente:
Por Roberto Piorno en Muy Interesante Historia, ‘El Islam. Los misterios de una religión’, Ed. Televisa, p. 36 - 37.

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