Transcurría la séptima noche del mes de Ramadán del año 610. Al interior de una cueva del monte Hira desde la que se domina la ciudad de La Meca, un mercader de la tribu de los coraixíes, llamado Muhammad ibn Abdallah, se echó a dormir. Era un hombre de 40 años provisto de gran espiritualidad, que tenía el hábito de retirarse cada año a esa cueva -acompañado por toda su familia- para orar, meditar y practicar actos de caridad con cuantos se acercaban a su retiro en busca de alimento o limosna. Pero la séptima noche de Ramadán fue distinta, porque Muhammad atravesó por una experiencia mística trascendental que iba a cambiar el curso de la Historia. Según lo explicó él mismo, se sintió de pronto entre los brazos de un ángel que lo estrechó en un abrazo tan fuerte que le impedía respirar a la vez que le daba una orden terminante y escueta: "¡Recita!".
Después de
aquel abrazo, y ante su propia sorpresa, Mahoma se descubrió recitando palabras
que llegaban a su boca sin proceder de su mente. Se sintió poseído por una
potencia intelectual ajena, experiencia aterradora que lo ofuscó de tal manera
que se puso a trepar por la ladera de la montaña con la intención de arrojarse
desde la cima. Pero mientras subía escuchó una voz desde el cielo que lo
detuvo, saludándolo como apóstol de Dios. Era el ángel Gabriel, que lo
contemplaba en figura de hombre con un pie a cada lado del horizonte.
La vida de
Mahoma hasta aquel momento había sido simple. Nacido en La Meca, durante su
infancia perdió sucesivamente a su padre, a su madre y a sus abuelos, de modo
que terminó siendo educado por su tío, Abu Talib, al lado de su primo Alí.
Trabajó conduciendo caravanas hacia Siria para una viuda rica llamada Jadiya,
que en un momento dado le propuso matrimonio. Jadiya era una mujer bastante
mayor que él, inteligente, honrada y resuelta, que le dio siete hijos y a la
que amó tanto que no tomó ninguna otra esposa mientras ella vivió. A su lado se
convirtió en un hombre de respeto dentro de su tribu, conocido por su sensatez
y por sus atenciones hacia los pobres y los esclavos. También fue Jadiya la que
lo tranquilizó cuando llegó aterrado a su lecho después de la experiencia que
acababa de vivir en aquella séptima noche de Ramadán, y la que estuvo a su lado
en los momentos de desconfianza y terror, cuando él temió haber sido poseído
por algún genio o demonio.
Fuente:
Por Alberto Porlán en Muy Interesante Historia, ‘El Islam. Los misterios de una religión’, Ed. Televisa, p. 21 – 22.
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