Sugieren las crónicas que Omar habría traspasado la batuta del incipiente imperio a Abú Ubaydah, hombre de visión similar, de no haber perecido éste a causa de una epidemia que asoló la región en el año 639. En su lugar fue elegido Uzman, vencedor de una disputa casi gemela que se libró tras el fallecimiento de Mahoma. Fue en verdad un hombre de paz, que sólo cometió un grave error: favoreció sin reservas a los miembros más cercanos de su clan. Avanzado su reinado, ese nepotismo, unido a su escaso interés por la guerra, desencadenaron una revuelta que lo condujo a la muerte. Coinciden los historiadores en que, si su asesinato se demoró, fue debido a un hecho que lo colocó entre los arquitectos del islam. Estimulado por la piedad y por su enorme sentido práctico, el tercer califa decidió en el año 650 poner por escrito la "Revelación" y crear, así, el primer Corán. Su ingente trabajo recuperó la memoria del Profeta y otorgó a los musulmanes un compendio que, con el tiempo, se convertiría no sólo en la principal fuente de ley, sino también en el timón que hoy día, casi 1400 años después, guía la vida de más 1,500 millones de creyentes esparcidos por todo el mundo.
El Corán es el libro sagrado de los musulmanes. Revelado por Alá al profeta Mahoma entre el año 610 y 632 de la era cristiana, su texto no fue fijado de manera definitiva sino hasta 200 años más tarde. Hoy constituye para los mahometanos la última palabra de Dios, la postrera revelación que culmina, supera y hace prescindibles las precedentes. "Hoy os he perfeccionado vuestra religión, he completado mi gracia en vosotros y me complace que sea el islam vuestra religión" (El Corán 5, 3).
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con la Tora judía y los Evangelios cristianos enseñanzas comunes, personajes,
profetas y pasajes. Según el islam, Dios es el autor único de los tres textos
sagrados, pero Alá ha querido fijarlos de forma concluyente en El Corán. Para
ello escogió "la mejor y más bella de las lenguas y al mejor de los
hombres". Porque Mahoma no es más que eso, un ser humano intermediario.
Sus palabras no le pertenecen; proceden de la inspiración, son patrimonio único
de Dios. Es esa esencia divina la que determina que la mayoría de los teólogos
actuales admitan las traducciones como vehículo de transmisión de las ideas,
pero proscriban la utilización de éstas en la liturgia, salvo en ocasiones
excepcionales.
Por Javier Martín en Muy Interesante Historia, ‘El Islam. Los misterios de una religión’, Ed. Televisa, p. 28 – 30.
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