Las primeras aluden sobre todo al juicio final y la resurrección. El mensaje es muy sencillo y diáfano, calcado de la Tora y los Evangelios. El profeta advierte a los hombres que deben ser conscientes de sus acciones porque hay un Dios vigilante pero misericorde que los juzgará por ellas: "Los buenos alcanzarán el cielo y los malos el infierno" (El Corán, 81 1-14). Mahoma también trata de reafirmar su posición. Aquellos que nieguen la unicidad de Dios, que no reconozcan la misión de los profetas, arderán en la Gehena. Estas suras mequinesas suelen estar formadas por aleyas (versos) cortas, rítmicas, con una cadencia similar a la poesía preislámica. Imprecativas, se dirigen de forma directa al creyente para amonestarlo. Describen con pasión el mundo, el cielo, el paraíso; y se canta al Dios único, plagado de bondad. La temática y las enseñanzas demuestran influencia de la historia bíblica: desfilan personajes como Moisés, José o Jesús. Uno de los mejores ejemplos de esta similitud es la profesión de fe: "No hay más Dios que Alá y Mahoma es su Profeta", muy similar al verso de Isaías 5, "Soy Yahvé, sin igual. Fuera de mí no hay otro Dios".
Las medinenses son, sin embargo, suras más largas, con una cadencia más pausada. Tras la Hégira, Mahoma ya se había convertido casi en un hombre de Estado. Fortalecido por las guerras ganadas había forjado alianzas con otras tribus del desierto y con los judíos, a los que derrotó sabiendo que nunca los atraería. Llegó entonces la hora de legislar. Por ello, las suras se plagan de textos legislativos referidos al reparto del botín, el matrimonio, la herencia, lo lícito frente a lo ilícito, y de diatribas contra los munafiqun, los infieles que niegan la palabra de Dios, a los que se ordena convertir o combatir. La ruptura con el judaísmo es casi definitiva. A partir del año 627 los musulmanes giran; dejan de prosternarse en dirección a Jerusalén para hacerlo de cara a La Meca.
Pero Mahoma y El Corán no sólo pregonaban una trasformación religiosa entre los paganos árabes, sino también una revolución política y social que amenazaba sus costumbres. En la Arabia preislámica, la sociedad estaba regulada por el clan y la tribu, que determinaban el estatus de las personas. Protegían su seguridad y tenían derecho a reclamar venganza. Aquellos que no pertenecían a ninguna de ellas estaban desamparados y desprotegidos.
Mahoma quiso quebrar este sistema. Colocó por encima la umma —la comunidad de creyentes–, que salvaguardaba a todos los musulmanes fuera cual fuera su posición y origen. La nueva estructura socavaba el poder de los jefes tribales y trocaba las reglas del juego, y éstos eran extremos que no estaban dispuestos a tolerar los señores mequineses. Si Mahoma fue el fundador del islam, Abu Bakr, primer califa y sucesor del Enviado, fue su arquitecto. Amigo y confidente, fue uno de los primeros convertidos y uno de los pocos personajes de la fundación del islam que aparece mencionado varias veces en El Corán.
Similar en edad, vivió junto al Profeta algunos de los episodios más críticos de su vida, como el intento de asesinato o el refugio en la cueva. Fallecido el Profeta, fue elegido califa. Su visión política y su dominio de las genealogías permitió que la pequeña comunidad se mantuviera cohesionada. Abu Bakr fue siempre consciente de que en aquellos primeros días lo que estaba en juego no era la fe, sino el destino de los asuntos terrenales. Los jefes tribales habían firmado acuerdos personales con Mahoma, y era urgente redefinirlos. Armado con su pericia diplomática y seguro del poderío de las motivadas huestes musulmanas, no sólo conservó la herencia recibida, sino que duplicó el territorio que se le había confiado. Le costó sudor y sobre todo mucha sangre. Cerca de la frontera, la tribu de Beni Hanif opuso una tenaz resistencia; su líder, Musaylama, se había declarado igualmente profeta y gurú de una religión que mezclaba elementos maniqueos y nestorianos. Sin embargo, la última de las grandes batallas, librada en Aqabra y recordada en los anales como "El día del jardín de la Muerte", significó también un desprestigio para la memoria de Mahoma. En ella perecieron 39 compañeros del Profeta. Abu Bakr percibió entonces que la fe también estaba en peligro y nunca más permitió que los que guardaban en su mente los versos que más tarde constituirían El Corán arriesgaran su vida.
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