Dice la Biblia en el Nuevo Testamento que en el camino de Damasco, Jesús resucitado se le apareció al romano Pablo de Tarso, quien se convirtió al cristianismo y dedicó el resto de su vida a predicar la palabra de Dios. Permaneció más de 18 meses en la ciudad griega de Corinto —del año 50 al 51—, hablándole a la comunidad de temas como la pureza, el matrimonio y la virginidad, la santificación del cuerpo y, por supuesto, el amor.
Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada.
El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
Fuente:
Fragmento extraído en la Primera carta del apóstol San Pablo a los corintios, 13: 1 – 7, y publicado en Revista Algarabía, No. 125, Febrero 2015, p. 104.
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