Se hizo necesario aclarar la doctrina cristiana cuando surgió la duda de que había interpretaciones erróneas de las normas transmitidas en el mensaje de Cristo. Las desviaciones más importantes o herejías tenían que ver con Cristo como ser humano. Algunos teólogos buscaban proteger su santidad, negando que fuera un individuo como cualquier otro, mientras que había quienes buscaban proteger la fe monoteísta, haciendo de Cristo una figura divina de rango inferior a Dios, el Padre.
En respuesta a estas dos tendencias, en los credos comenzó, en época muy temprana, un proceso para especificar la condición divina de Cristo, en relación con la divinidad del Padre. Las formulaciones definitivas de estas relaciones se establecieron durante los siglos IV y V, en una serie de concilios oficiales de la Iglesia; dos de los más destacados fueron el de Nicea en el 325, y el de Calcedonia en el 451, en los que se acuñaron las doctrinas de la doble naturaleza de Cristo, forma aún aceptada por muchos cristianos. Hasta que se expusieron estos principios, el cristianismo tuvo que refinar su pensamiento lenguaje, proceso en el que se fue creando una teología filosófica, tanto en latín como en griego. Durante más de mil años, éste fue el sistema intelectual con más influencia en Europa. El principal artífice de la teología en Occidente fue san Agustín de Hipona, cuya producción de textos literarios, dentro de los que se incluyen los textos clásicos Confesiones y La ciudad de Dios, hizo más que cualquier otro grupo de escritos, exceptuando los autores de la Biblia, para darle forma a este sistema.
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