En un extenso territorio de lo que hoy son las repúblicas de Argentina, Paraguay, Bolivia y una parte de Brasil, existe un ave cuyo extraño canto se asemeja a un lamento. Ocasionalmente se oye el canto de esta ave a la que llaman “la hija del sol”.
Dicen que hace muchísimos años uno de los más grandes caciques guaraníes tenía una bellísima hija con quien todos los reyes, guerreros y príncipes aspiraban casarse. Todos los días la princesa recibía una multitud de regalos, piedras preciosas y collares de oro y plata.
Cada uno de sus pretendientes se esforzaba porque el obsequio ofrendado fuera el mejor, pero a ella parecía no importarle todos aquellos halagos con que trataban de enamorarla. Rechazaba una y otra vez a quienes se atrevían a pedir su mano.
Así pasó el tiempo sin que la hija del anciano cacique tomara una decisión. Éste, temiendo morir sin conocer al futuro gobernantes y a sus descendientes, pensaba que las dudas de la princesa podrían acarrear grandes desgracias a su pueblo, de manera que se decidió a terminar con aquella larga espera.
Mandó llamar a su hija y le habló por largo rato sobre la urgencia de que escogiera a su futuro esposo. Ella, por su parte, lo único que quería era prolongar su decisión con la esperanza de que algún día apareciera el hombre por el cual sintiera un profundo amor. Pero su padre no podría esperar más, así que decidió celebrar un torneo con todos los nobles que aspiraban a casarse con ella. Los candidatos debían satisfacer determinados requisitos y el que resultara vencedor de esta prueba se casaría con ella.
Al día siguiente, la noticia se extendió por toda la región. Quien presentara ante un jurado formado por sacerdotes el ave de canto más armonioso y de plumaje más bello, la piedra preciosa más grandes, el jaguar más hermoso y una flor que jamás se hubiera visto en aquellos lugares, tendría por esposa a la hija del Jefe Guaraní. Los nobles tendrían sólo tres días para cumplir con tales peticiones. Así pues, los participantes se reunieron en la plaza de la aldea donde se encontraba el cacique rodeado de sus consejeros, los sacerdotes que conformaban el jurado y la princesa.
Ella lucía muy hermosa, pero llena de tristeza, porque ninguno de los participantes había logrado enamorarla.
Cuando el torneo estaba a punto de iniciar, la princesa gritó:
- ¡Alto!, que no empiece el torneo, porque ya he decidido con quien he de casarme.
Todos voltearon sorprendidos. El cacique detuvo los preparativos. Se levantó, atravesó la plaza y llegó hasta donde se encontraba su hija con un joven extraño. Al verlo se dio cuenta de que no era más que un aldeano de otra región. El cacique montó en cólera y ordenó que expulsaran al desarrapado, pues consideró que el joven no era digno de su hija.
La joven lloró amargamente al darse cuenta que su padre no daría marcha atrás y ella tendría que obedecerlo pero, repentinamente, un rayo de luz iluminó el lugar. La mancha luminosa envolvió al joven extranjero y lo convirtió en un apuesto y gallardo caballero con ropajes tan extraños como vistosos.
El joven se volvió hacia la princesa y le dijo:
- Yo soy el hijo del sol y viene hasta aquí para casarme contigo, pero me he dado cuenta de la soberbia y el desprecio con que tu padre trata a los humildes. Por eso, he decidido que tú no mereces ser la esposa del hijo del sol. Tu padre merece un castigo que habrá de sufrir para siempre.
En ese momento la princesa se convirtió en un pájaro y el cacique lloró la pena de su hija toda su vida. Hoy día se escucha en tierras guaraníes el lamento de esa ave llamada “la hija del sol”.
Fuente: Nélida Galván Macías – Mitología de América para niños.
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