Esta es la historia de la doncella Izquic, hija de un señor llamado Cuchumaquic, quien acostumbraba contarle la leyenda de un árbol de frutos muy extraños… Al crecer la doncella se preguntó por qué no habría de ir ella a conocer ese árbol, “ciertamente deben ser sabrosos los frutos de que oigo hablar”, y se puso en camino. Una vez frente al árbol, Izquic quedó fascinada por esos frutos tan redondos que cubrían todo el árbol, y se acercó a coger uno.
- ¡¿Qué es lo que quieres?! – habló el árbol –, estos objetos redondos que cubren las ramas, no son más que calaveras… – le previno la propia cabeza de Hun – Hunahpú - ¿Por ventura los deseas?
- Sí, los deseo – contestó la doncella.
- Bien – dijo el cráneo a la doncella – extiende hacia acá tu mano derecha…
- Sí – replicó la joven – levantó su mano y la extendió hacia la calavera.
Entonces la calavera lanzó un chisguete de saliva, que cayó en la palma de la mano de la doncella. Ésta miró con atención su mano, pero la saliva del cráneo ya no estaba en su palma.
- En mi saliva y en mi baba te he dado mi descendencia – dijo la voz del cráneo –. Ahora mi cabeza ya no tiene nada, no es más que una calavera sin carne. Así es la cabeza de los grandes príncipes, la carne es lo único que les da hermosa apariencia. Cuando mueren, los hombres se espantan a causa de los huesos. Así también es la condición de los hijos, son como la saliva y la baba, ya sean hijos del señor, de un hombre sabio o de un orador. Su condición no se pierde, cuando se van: se hereda. No se acaba, ni desaparece la imagen del señor, del hombre sabio o del orador. La dejan en sus hijas y a los hijos que ellos conciben. Esto mismo he hecho contigo. Sube a la superficie de la tierra, no morirás. Confía en mi palabra y así será – prometió la cabeza de Hun – Hunahpú.
Y cuando la doncella Izquic volvió, dio a luz al héroe maya Hunahpú y a Ixbalanqué. Hijos de aquel cráneo descarnado.
Regresó a su casa la doncella y pasados seis meses, su padre advirtió el estado de Izquic.
- Mi hija está preñada… ha sido deshonrada – exclamó Cuchumaquic - ¿De quién es el hijo que llevas en el vientre?
- No tengo hijo, señor padre, aún no he conocido varón – le respondió la doncella Izquic.
- Entonces eres una ramera… ¡Llevadla a sacrificar! – ordenó el padre a los búhos –; traedme su corazón dentro de una jícara hoy mismo.
Cuatro búhos cargaron con la doncella, llevaban la jícara y un cuchillo para sacrificarla, pero en el camino Izquic se las arregló para que los búhos le perdonaran la vida y los llevó a un árbol del que broto una savia parecida a la sangre y, ya en la jícara, tomó la forma y consistencia de un corazón; los búhos le desearon buena suerte y regresaron con el señor Cuchimaquic. La doncella fue en busca de la madre de aquél cráneo que en realidad pertenecía a dos hermanos… Cuando Izquic se presentó en casa de su suegra, le dijo:
- He llegado, señora madre; yo soy tu nuera y tu hija.
- ¿De dónde vienes tú? ¿En dónde están mis hijos? ¿Por ventura no murieron en Xibalbá?... ¡Vete! ¡Sal de aquí!... ¿No ves a éstos – señalo la abuela a sus dos nietecitos – herederos del linaje de mis hijos?
- Y, sin embargo, es la verdad; yo soy tu nuera. ¡Pertenezco a Hun – Hunahpú!
Hun – Hunahpú y Wucubhunapú eran dos hermanos semidioses, excelentes jugadores de pelota. El primero tuvo dos hijos, extraordinarios artistas. La gente de Xibalbá – “el país oculto” o región de los muertos – envidiaba a los dos hermanos por su manera de jugar y un día los invitaron a Xibalbá, con el pretexto de querer competir con ellos. Hun – Hunapú fue derrotado y allí murió. La misma gente colocó su cráneo entre un árbol.
La abuela no creyó en lo que la doncella le platicó, pero le convenía tener cerca a una mujer que le ayudara a llevar la casa, ya que sus nietos solo se entretenían en cantar y tocar flauta, en pintar y esculpir y eso era el deleite de la viejecilla.
Hunahpú e Ixbalanqué nacieron en un instante en que Izquic andaba en el monte; la abuela ni siquiera se dio cuenta y ni caso les hizo, pero ya de noche como los bebes no la dejaban dormir de puro llorar, le ordenó a sus nietos: “¡Anda a botarlos afuera!”.
Los nietos salieron con los recién nacidos y los depositaron en un hormiguero. Y Hunahpú e Ixbalanqué durmieron tranquilamente allí, en el hormiguero; luego los amados nietos los trasladaron a un espinal, pero ni allí murieron los chiquillos.
Crecieron en el campo y pocas veces se paraban en casa de su abuela. Los nietos amados cultivaron las artes y no existía oficio que no supieran hacer, eran grandes sabios, pero nunca quisieron a sus hermanastros.
Hunahpú e Ixbalanqué crecieron entre los animales y la naturaleza, convirtiéndose en los mejores cazadores y aventureros del mundo quiché – maya. Fueron semidioses y protagonistas del Popol Vuh, libro sagrado.
Fuente: Nélida Galván – Mitología Mexicana para niños.
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