Hace casi medio milenio un joven marino llegó de Italia a Portugal en busca de ayuda para una gran empresa. Él decía llamarse Cristóforo Colombo; ahora lo conocemos como Cristóbal Colón. Este joven había navegado ya todos los mares conocidos hasta entonces, porque su vocación de marino era evidente desde su niñez. Le interesaba todo lo relacionado con embarcaciones y con el mar, y desde pequeño se había ganado la vida ayudando a su hermano Bartolomé a dibujar mapas y a construir esferas armilares; le encantaba ir a los muelles para ver cómo los marineros descargaban sus veleros de mercancías traídas de países lejanos: monos, colmillos de elefante, alfombras y sedas exóticas. Y entonces se ponía a soñar que él también iba por el mar al encuentro de aquellas tierras que dibujaba en los mapas de su hermano, las que visitó Marco Polo en su aventurado viaje a Japón, China y a la India.
Cuando estaba en casa, se pasaba horas y horas inclinado sobre un viejo mapa, que demostraba que la tierra era redonda. Y decía: “Si parto en línea recta de una playa del Occidente de Europa y navego hacia el Poniente, podría llegar al Asia mucho más rápido que los portugueses, que contornean el África, navegando hacia el Sur y luego hacia el Este. Más sencillo sería dirigirse al Oeste desde Lisboa. ¿Por qué no intentarlo?”
Y hacía estudios y cálculos, pero cuando los contaba, nadie le hacía caso.
- ¡Qué locura pretender cambiar la ruta de las Indias! – decían encogiéndose de hombros. Y le volvían la espalda. La verdad, creían que Colón estaba medio chiflado.
Pero Colón no se desanimaba, y a fuerza de insistir consiguió una entrevista con el rey don Juan de Portugal. Tampoco tuvo mucha suerte con el rey. También Don Juan dudaba.
- ¿Cómo puedes estar tan seguro de que Asia está cerca y al otro lado del Atlántico? – le decía.
- Porque he estudiado los antiguos mapas. Y si, como supongo, la Tierra es redonda, a fuerza tienen que existir tierras al otro lado del Atlántico. Si su majestad me confía la dirección de un barco hallaré las tierras que visitó Marco Polo, estoy seguro.
- Quizá tu idea sea buena… - dijo el rey – quizá no. Reuniré a los sabios del reino y escuchemos sus consejos.
Pero después que los sabios oyeron las proposiciones de Colón dijeron que eso no era posible, que estaba loco si trataba de cruzar el Atlántico en dirección contraria a la acostumbrada.
Colón salió del palacio muy desanimado, pero pensando que todavía en Europa había muchos reyes a quienes exponerles su proyecto. Aún quedaban, por ejemplo, Fernando e Isabel, reyes de España. Y a España se dirigió.
Cuando Colón consiguió exponer sus teorías en palacio el soberano pensó que esa idea o estaba del todo mal, y la reina fue de la misma opinión. Pero ¿Cómo podrían los reyes ocuparse en equipar una expedición cuando la guerra contra los moros no les dejaba tiempo ni dinero para nada?
Como el rey de Portugal, los de España reunieron a los sabios del reino, y después de muchas deliberaciones, dijeron no a las proposiciones de Colón.
- Tal vez cuando se arroje a los moros de España podría tomarse en consideración ese proyecto. Aguarda, pues, y vuelve entonces – le dijeron.
- No puedo aguardar más – contestó Colón -. Iré a ver al rey de Francia.
Pero la reina Isabel lo hizo llamar de nuevo. Había algo en aquel loco proyecto que la fascinaba. Por eso decidió que la expedición se hiciera patrocinada por los reyes de España. Ella, Isabel, empeñaría sus propias joyas, si era necesario…
Y así fue. Equipó Colón sus carabelas en el puerto de Palos, y en un amanecer de verano, en agosto de 1942, las tres carabelas desplegaron las velas adornadas con una gran cruz, y comenzaron a navegar por el Atlántico.
Por primera vez surcaban un mar desconocido, sin divisar tierra por ninguna parte. El azul de las aguas los rodeaba, y sus carabelas eran como cáscaras de nuez en medio de la inmensidad. Y los viejos marineros, hábiles y arriesgados, comenzaron a tener miedo, a hablar del viento del Este que soplaba sin cesar y que impedía variar el rumbo del buque; de las serpientes marinas, inmensas y voraces, que se tragaban las embarcaciones con todo y tripulación; de que quizá no volverían jamás a España; de que no debieron aventurarse por el mar con un loco por capitán. A duras penas Colón alcanzaba a apaciguar a sus marineros, que ya pensaban arrojarlo al mar por la borda del buque.
- De nada sirven los lamentos ahora – les decía -. Vamos en busca del Oriente por el Occidente, y con la ayuda de Dios llegaremos a donde me propongo y volveremos a España cargados de oro.
Los marineros, rezongando, volvían a sus puestos, pero por más que sus ojos se fijaban en el horizonte, no lograban divisar tierra.
Así pasaron muchos días; de nuevo los hombres murmuraban contra Colón y el motín estaba a punto de estallar. Lo impidieron ciertos signos de que la tierra estaba cerca. Una noche se vio cruzar, volando por encima de las carabelas, una bandada de pájaros; cierta tarde los marineros vieron flotar unas cañas sobre el agua.
Sin embargo, no lograban divisar más que agua y agua en el horizonte.
Volvía a rugir el motín, y los marineros más rebeldes hablaban otra vez de arrojar a su capitán al agua, cuando se oyó la voz del vigía de La Pinta, Rodrigo de Triana, que gritaba a todo pulmón:
- ¡Tierra, Tierra!
Los marineros pensaron que era un espejismo, pero Colón, con gran tranquilidad, tomó el catalejo y dijo: Aquello es tierra.
Pocos marineros pudieron dormir aquella noche; la mayor parte se quedó sobre cubierta, contemplando aquella tierra a la vista, preguntándose si a la mañana siguiente divisarían los techos dorados de los palacios orientales, o si era un mundo desconocido el que tenían enfrente.
Al amanecer, cuando comenzó a disiparse la oscuridad, fue cobrando forma, lentamente una pequeña isla; una fría y blanca playa; altas palmeras verdes, húmedas por el rocío de la madrugada. Había en ella calma y un gran silencio. Silenciosos también estaban los marineros asombrados, silenciosos y en suspenso. Silbó un pájaro oculto entre unos arbustos, y otros contestaron. Más tarde, algunos hombres de piel oscura, completamente desnudos, hablando una lengua desconocida, llegaron a la orilla del mar, asombrados al ver los veleros que la noche les había ocultado.
Era el 12 de Octubre de 1492. La primera playa de América se extendía ante los ojos de Cristóbal Colón.
Fuente: SEP. Español. Quinto Grado. Lecturas (1972).
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