Eran hechos con muy diversos materiales: con fibras vegetales tales como la epidermis o “tela” que se desprende de la hoja del maguey (agave americana), con ixtli (pita) y recubiertos con una capa de cal o yeso, o como relata un historiador: “en hojas o telas de especies de cortezas de árbol que se hallaban en tierras calientes, y las curtían y aderezaban a modo de pergaminos de una tercia, poco más o menos de ancho, y unas tras otras las zurcían y pegaban en una pieza tan larga como la habían menester…”(Las primeras tribus de América les llamaban Analthé, que significaba libro de madera).
En la elaboración de un códice dos personas sobresalen: el cronista, llamado xiuhtlacuilo, que quiere decir “pintor de años”, y el tlacuilo o sea el pintor, que laboraban bajo la vigilancia y a las órdenes de algún noble.
Con instrumentos semejantes a buriles o pinceles y utilizando colores el pintor plasmaba sus trabajos sobre telas que también se hacían de algodón, palma o pieles de animales convenientemente preparadas para tal fin.
Usaron diversas formas de escritura, de acuerdo con el estilo personal del tlacuilo, del tema que éste desarrollaba o de otro motivo. Con frecuencia se trazaban cuadros mediante líneas sobre la tela, que constituían algo así como una página; estos a veces estaban subdivididos en cuadretes dentro de los cuales se pintaban los jeroglíficos. Los cuadros no eran indispensables y podía pintarse libremente.
Los jeroglíficos no siempre se leen de la misma manera. Con frecuencia se encuentran ordenados en líneas verticales u horizontales, pero a veces se hallan dispuestos alrededor del principal formando como espirales.
En la preparación de los tintes y pinturas usaban colores minerales, animales y vegetales, extrayendo estos últimos de maderas, raíces, hojas, flores y frutos. En el arte del tinte los antiguos mexicanos aventajaban a los europeos y muchos de sus colorantes fueron introducidos en la industria después de la Conquista. Los colores habitualmente usados eran el blanco, el negro, el carmín, el amarillo, el verde y el morado que, según el asunto, variaban de intensidad. El principal de ellos era obtenido del nochixtli (grana o cochinilla), insecto que se ría en las hojas (“pencas”) del nopal, y del cual obtenían un hermoso color carmín. El color azul se obtenía de la flor matlalxihuitl; el índigo lo proporcionaba el sedimento que dejaban en las aguas las ramas del xiuhquilipitzahuac; las semillas de achiotl (achiote o bija) hervidas en agua proporcionaban el color rojo muy intenso; el tecozahuitl (ocre) daba el amarillo, que también era extraído de la planta xochipalli, tinte que podía convertirse en anaranjado con la adición de nitro; otros matices eran producidos por el alumbre. El blanco era sacado de las piedras chimaltizall y tizatlalli (tiza); el negro se obtenía del mineral llamado tlaliac o del hollín del ocotl (“ocote” o pino resinoso). Para utilizar los colorantes los mezclaban con gomas y resinas que les dieran adherencia; en ocasiones empleaban el aceite de chian y a veces el jugo glutinoso del tzauhtli.
La diferente intensidad del color variaba el significado de lo que se pintaba. El color desvaído que aparecía en una figura humana era indicio de enfermedad o muerte.
Los códices se conservaban extendidos, enrollados o en dobleces, de la misma manera en que se pliega un biombo, resguardados entre dos tapas de madera que a más de protegerlos les daban la apariencia de un libro.
La colección más famosa estuvo en Texcoco, cuyos habitantes se preciaban de hablar el lenguaje más puro; le seguía en importancia la que existía en Tenochtitlán. Eran guardados en lugares especiales que fungían como bibliotecas.
La mayor parte de los códices mexicanos que hasta hoy se conocen fueron hechos después de la Conquista, pero fundados siempre en las tradiciones indígenas. Muchos manuscritos precortesianos desaparecieron quemados o destruidos por el Santo Oficio o por el clero, que los consideraba peligrosos.
El deseo de los conquistadores de informar a sus soberanos y congraciarse con ellos hizo, por una parte, que los manuscritos fueran a dar a otros países. Por otra, la indiferencia, el poco aprecio que antiguamente se les daba en México o la ambición de los conocedores dieron por resultado que se donaran o vendieran fuera del país.
Muchos de ellos versan sobre los mismos asuntos pues fueron reproducciones hechas sobre idéntico original, por eso hay unos más perfectos que otros.
A los códices se les ha dado en ocasiones el nombre de la ciudad en donde se encuentran (Códices Florentino, Códices Matritenses); del que ordenó su ejecución (Códice Mendocino); de la persona a quien perteneció (Códice Aubin), (Códice Telleriano Remense) o bien del traductor, de la institución en que se conserva, del donador, comentador; etc…
A continuación se detallan solamente algunos de los códices mexicanos que existen:
CÓDICE VATICANO: Se conserva en Italia en el Museo del Vaticano. Abarca la creación de los cielos, de la mansión y dioses infernales y el viaje de los muertos; el árbol que mana leche para alimentar a los niños que han de volver a la vida; la creación de la luna; los cuatro soles o épocas, y los periodos astronómicos y fábulas de Quetzalcóatl, ya como lucero del alba, ya como estrella de la tarde; todo esto en nueve láminas que comprenden 16 pinturas. También tiene parte histórica en doce láminas con 15 pinturas, con episodios interesantes especialmente acerca de la guerra de Chapultepec y de la servidumbre de los mexicas en Culhuacán. La fundación de la ciudad está cuidadosamente descrita. La parte relativa al señorío de México comprende 17 láminas, y la de la Conquista hasta el año 1562, nueve.
CODICE AUBIN. Lleva el nombre del coleccionista francés Aubin que vivió y tuvo un colegio en México a mediados del siglo XIX. Perteneció a Boturini que lo copió del ejemplar de los Anales de Cuauhtitlán que se conservaba en el Colegio de San Gregorio. Es una historia de los aztecas que tiene parte en pinturas y parte escrita en náhuatl. El original tiene 79 hojas reproducidas posteriormente en 158 páginas a colores Se encuentra en el Museo de México.
CÓDICE RAMÍREZ. Es copia en negro de pinturas indias Está compuesto de 32 páginas de las cuales cuatro se refieren a la peregrinación de los aztecas; doce tratan de los señores de México; otras doce se refieren a los dioses, ritos, etc., dos hablan del calendario y otras dos de la Conquista. Este Códice es muy parecido a la colección que figura en el atlas del padre Durán “Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme”.
Terra Firme
CODICE MENDOCINO. Su nombre proviene del apellido del primer virrey de México don Antonio de Mendoza que fue el que lo mandó hacer con la intención de enviárselo como regalo al emperador Carlos V (Carlos I de España), para que conociera al pueblo recién conquistado. Según los eruditos uno los más interesantes, y los estetas opinan que es uno de los más bellos
Consta de 71 pinturas y una tabla de equivalencias calendáricas. Las pinturas ejecutadas por mano indígena sobre papel europeo, lleva su interpretación en castellano antiguo, unas peces junto a ellas y otras al reverso
Consta de tres partes que tratan, la primera de la fundación e historia de México, la cronología de los reyes aztecas y la conquista y pacificación. La segunda parte es el libro de los tributos y refiere los que Tenochtitlán recibía de sus vasallos. La tercera parte es una representación de las costumbres.
Ha sido uno de los más reproducidos existiendo copias de él en diferentes países, traducido a varias lenguas.
Como cosa curiosa debemos anotar que sufrió muchas vicisititudes antes de llegar a donde ahora se encuentra. Piratas franceses apresaron el barco que lo llevaba cuando el virrey lo mando a Carlos V, habiendo ido a dar a Francia. En París lo compró un capellán inglés, a la muerte del cual fue a dar a manos de un anticuario, quien también lo poseyó hasta su muerte. Después lo adquirió el coleccionista John Selden que lo don a la biblioteca Bodleiana de Oxford en donde se conserva.
Fuente:
Ediciones Leyenda – México y sus leyendas. Compilación, p. 26 – 29.
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